viernes, 10 de mayo de 2013


¿Y si la felicidad era otra cosa?


Son tiempos de crisis mundial, de modelos de vida frenéticos, de escasos espacios para el placer. "Debemos vivir de forma más simple para que, simplemente, los demás puedan  vivir", decía Gandhi. Algunos hacen la prueba...

Creemos que las nubes reciben un trato injusto y que la vida sería infinitamente más pobre sin ellas." Así comienza el Manifiesto de la Sociedad de Observación de Nubes (Cloud Appreciation Society), una institución creada en 2004 por el diseñador y escritor inglés Gavin Pretor-Pinney (Londres, 1968). La asociación ya tiene más de 11.000 adherentes en todo el mundo (su sitio web es www.cloudappreciationsociety.org ) y su manifiesto declara también lo siguiente: "Creemos que las nubes son para soñadores y que su contemplación beneficia el alma. De hecho, los que piensen en las formas que ven en ellas se ahorrarán la factura del psicoanalista". Y tras la enumeración de otros puntos concluye con esta propuesta: "Alza la vista, maravíllate ante su efímera belleza y vive la vida con la cabeza en las nubes".
Se podría pensar que semejante invitación es ilusoria, ajena a las exigencias de la realidad, nada pragmática e impracticable. Puede ser. Mientras tanto, la Guía del observador de nubes, libro que escribió Pretor-Pinney y publicación oficial de la Sociedad, lleva vendidos casi 200.000 ejemplares (hay edición en castellano). Y no todo queda en la lectura. Se reproducen los observadores dispuestos a vivir con la cabeza en las nubes. Se trata, dicen quienes la experimentan, de una práctica inspiradora, que permite acceder a uno de los tantos maravillosos obsequios que nos brinda la naturaleza, que limpia la mente y el alma y que, por fin, es gratis.

Tiempos complicados

El presente no es el tiempo del cólera que quería Gabriel García Márquez para su novela. Es el tiempo de la gripe A, del dengue, de las candidaturas testimoniales, de la inflación real y las estadísticas irreales, del piquete constituido casi en profesión y en obstáculo cotidiano, de violencia en las calles, en las rutas, en las tribunas, en los atriles, de consumo desbocado de ansiolíticos, de inseguridades varias y crecientes (desde la física hasta la laboral), de apelación masiva a variadas terapias. Es el tiempo de la mayor crisis económica mundial y de la sonora ruptura de una burbuja, aquella en la que estaba envuelta la ilusión de una vida a todo consumo, rodeada de seguridades, acolchada en la creencia de que el progreso económico y el desarrollo tecnológico, unidos, casi podrían hacernos inmortales.
En semejante tiempo, ¿qué significa observar nubes? Si, además de ser una práctica concreta y al parecer fascinante, se la considera como una metáfora, acaso la invitación a observar las curiosas formas de cumulonimbos, estratos, nimbostratos, cirros, cirrostratos y demás sea una convocatoria a una nueva forma de vida, más simple, pero no menos significativa. Músicos, escritores, pintores, escultores, dramaturgos, actores pueden dar fe de cuánto arte hay en la simplicidad. Y esta experiencia es también la de quien, como espectador u oyente, recibe esa simplicidad y se siente enriquecido y transformado por ella.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que consagró categorías tales como amor líquido, vida líquida o posmodernidad líquida para describir la fugacidad, la inconsistencia en los compromisos y el relativismo en los vínculos que caracterizan esta etapa de la historia, aporta ahora, en El arte de la vida, la visión de la existencia como una obra de arte de la cual cada individuo es auctor (autor y actor). La hechura de esa obra comprenderá siempre la confrontación entre las condiciones externas y las potencialidades internas. El condicionamiento es a veces previsible y a veces no: incluye el imponderable, aquello que está fuera de toda previsión y control. Con eso se vive; contra eso no hay vacuna. Las promesas tecnológicas o científicas en sentido contrario generan luego estupor, estrés, desencanto, frustración y crisis. Al respecto, John Gray, un pensador original, fundamentado profesor de pensamiento europeo de la London School of Economics y autor de Contra el progreso y otras ilusiones, sostiene que "creer que se debe creer en el progreso porque de lo contrario ocurrirán desastres es creer en la creencia. Pero no habrá modelo económico ni desarrollo tecnológico que nos salve de la muerte".
Entonces, ¿cómo vivir? El actual ministro de Educación de España y rector de la Universidad Autónoma de Madrid, el filósofo y catedrático de metafísica Angel Gabilondo, propuso algunas ideas en una conferencia que tituló Artesanos de la belleza de la propia vida. Una vida bella, según Gabilondo, pasa por el camino de la sencillez. "La sencillez es un resultado; la simpleza, un estado primario. Hay que saber mucho para ser sencillo." Y continúa: "A la sencillez no se llega solo, porque uno solo se ensimisma, se enquista, se cree autosuficiente. Necesitamos de la presencia de los otros, de su irrupción, porque eso nos ayuda a vivir".
Diógenes (414-323 a.C.), filósofo griego que fundó la escuela cínica, que predicaba la ausencia de necesidades, solía vivir de la mendicidad, aunque no la veía como tal. "Simplemente, decía, pido que me devuelvan." Y cuando quienes lo observaban extendiendo su mano incluso ante las estatuas le advertían que de ellas no obtendría nada, él respondía: "Estoy practicando para no recibir". Sin duda, representaba un caso extremo de ausencia de necesidades, aunque un buen disparador para buscar respuesta a esta pregunta: ¿es lo mismo un deseo que una necesidad?

Primero, lo necesario

Una necesidad, dicen los filósofos, es aquello que no puede no ser. No podemos no alimentarnos, no podemos no respirar, no podemos no beber el agua que nuestro organismo necesita. Si eso ocurriera, moriríamos. Esas son necesidades. Como ser reconocido o ser amado, sin lo cual se produce nuestra muerte psíquica y emocional. El deseo, en cambio, está impulsado por la búsqueda del placer. El hambre manifiesta una necesidad: la de alimento. El apetito expresa un deseo: agnolotti de ricota y nuez a los cuatro quesos. A partir de la diferenciación, es posible una nueva pregunta: ¿una vida sencilla se basa en la atención de las necesidades o en la satisfacción de los deseos?
Antes de responder, conviene repasar la célebre pirámide de las necesidades humanas que en los años 40 del siglo XX diseñó el psicólogo humanista Abraham Maslow. En la base, las necesidades fisiológicas primarias; en el segundo escalón, las de seguridad física y emocional; en el tercero, las sociales (interacción con los otros, pertenencia a grupos de referencia, necesidad de amor entendido como interacción afectiva); en el cuarto, las del yo (reconocimiento, valoración, respeto, que refuerzan la autoestima), y en el quinto, las necesidades del ser, es decir, las de realizar las propias potencialidades, concretar nuestro sentido esencial, autorrealizarnos.
No son las necesidades, sino los deseos los que nos impulsan a endeudarnos, a correr detrás de cosas, de apariencias, de símbolos (de estatus, de poder). En La vida auténtica, el gran pensador alemán Erich Fromm advertía que el ser humano se había convertido, desde la mitad del siglo XX en adelante, en un desbocado productor y consumidor de cosas, en detrimento de otros propósitos e ideales. "Producimos máquinas que emulan al hombre y el hombre se convierte en máquina, en objeto", señalaba Fromm. Somos materialmente productivos, insistía, pero mientras ponemos el acento allí nos hacemos improductivos en nuestra relación con los demás, y en la satisfacción de nuestra necesidad de armonía, de unidad, de sentido.

Pequeño y hermoso

En esa dirección apuntaba hace 36 años el economista angloalemán Ernest Friedrich Schumacher (1911-1977). Discípulo de Keynes, Schumacher abandonó Alemania (había nacido en Bonn) en 1936 ante la amenaza nazi y se instaló en Inglaterra. Allí dirigió la poderosa Corporación del Carbón por veinte años, de 1950 a 1970. Comisionado en Birmania, su pensamiento se transformó al conocer en profundidad las ideas de Gandhi acerca del desarrollo sustentable. Tras fundar el ITDG (Intermediate Technology Develop­ment Group), un espacio de especialistas dedicados al desarrollo de tecnologías menos depredadoras del medio ambiente, publicó en 1973 Lo pequeño es hermoso, un libro que, con sólidos argumentos, gran conocimiento de la economía y notable poder de comunicación, proponía replantear la economía incluyendo al ser humano como elemento central.
Lo pequeño es hermoso se tradujo a una veintena de idiomas, circuló por millones, se reedita periódicamente sin perder vigencia y es considerado uno de los libros más vendidos y más influyentes del siglo XX. Hoy, el Instituto Schumacher continúa con sus ideas; es una usina de iniciativas de desarrollo destinado a simplificar y mejorar la vida, un espacio en el que descuellan célebres científicos, como James Lovelock (autor del concepto Gaia, según el cual la Tierra es un organismo vivo) y Stephen Harding. Su consigna es: no se trata de repoblar y maltratar la Tierra, sino de disfrutarla y amarla.
Lo pequeño no sólo es hermoso, sino que es condición necesaria de lo grande. Así como la suma de una célula más otra y más otra termina en la conformación de un organismo, el cambio de una actitud individual, la modificación de la vida de una persona o de una familia, más la de otra, más la de otra, pueden conducir a la transformación de un tipo de vida que se ha revelado en muchos aspectos (sobre todo emocionales, afectivos, espirituales) tan insatisfactoria como estresante. Es una vida iatrogénica.
La iatrogenia es el proceso por el cual lo que se considera un remedio genera enfermedad o empeora la condición de un paciente. La forma de vida que hoy está en crisis parece haberse originado en concepciones económicas, usos tecnológicos y vínculos humanos con alta dosis de iatrogenia. Pruebas al canto: las consecuencias obvias del cambio climático (que ya podemos percibir en nuestra vida y en escenarios cotidianos), el catastrófico derrumbe de un sistema económico basado en la codicia, la rapiña, la ambición, el egoísmo y el descontrol, la irrupción de nuevas pandemias sumada al regreso de enfermedades que se creían erradicadas, el malestar afectivo que tiñe las relaciones interpersonales en las que el otro (prójimo, semejante) aparece antes como objeto que como sujeto (pese a que han pasado quince siglos desde que Juan Crisóstomo, que fue obispo de Constantinopla, considerara pecado el tomar a una persona como medio o instrumento). Hay un tipo de vida que ya mostró sus características. Hay otro que espera para ser experimentado. Y esa experiencia puede empezar en cada persona, en cada familia, en cada hogar.

Una casa para el alma

¿Cómo acceder a la vida simple? En El reencantamiento de la vida cotidiana, el terapeuta y ex seminarista Thomas Moore propone ideas estimulantes en ese sentido. Una de ellas es que el alma tenga un espacio en el hogar que habitamos. Ello ocurre cuando podemos responder a estas preguntas: ¿vivo donde quiero o donde debo vivir? ¿Es éste el lugar adecuado para mí? ¿Estoy rodeado de la gente que me da sensación de pertenencia? ¿Estoy haciendo un trabajo apropiado, lo que puedo, lo que debo o lo que quiero? ¿Se están expresando en este trabajo mis potencialidades más profundas -emocionales, creativas, espirituales-? ¿Todo lo que hay en mi casa es necesario?, ¿responde a necesidades o a deseos?
"Tal vez no necesitamos tanto espacio como creemos en nuestras casas y en nuestros negocios, ni usar tanto de la naturaleza para nuestra recreación", dice Moore. También incita a que "dejemos a los niños vivir su infancia". Esto significa no rodearlos de entretenimientos tecnológicos que hacen todo por ellos, anulan su iniciativa y su imaginación. Los chicos, dice Moore, parecen pequeños empresarios con agendas llenas de actividades y todo tipo de artefactos electrónicos e informáticos a su alrededor. Serán adultos con alma si se les deja vivir con magia en vez de "con técnica y practicidad". Chicos que crecen con alma serán adultos capaces de vivir vidas más simples y profundas.
Michael Simperl, un consultor publicitario alemán que a partir de una grave crisis profesional reorientó su vida en la dirección de la profunda simplicidad y recogió esa experiencia en el libro Menos es más, ofrece también su aporte. "Tratemos de adecuar nuestras tareas a nuestro tiempo, y no nuestro tiempo a nuestras obligaciones", propone. Sin duda, un cambio cuántico en una cultura basada en la creencia de que "el tiempo es oro" y que, como tal, es escaso. Simperl es impulsor del menosismo: hacer menos y mejor, tener menos y disfrutar más. "La alternativa menosista, dice, es aprender a no regirse por el número de tareas que se nos imponen o nos imponemos, sino en destinarle un tiempo fijo a cada una". Esto enseña a fijar prioridades. Siempre, lo que se necesita tiene prioridad sobre lo que se desea. Por lo tanto, es importante aprender a conocer las propias necesidades. Si éstas son atendidas, habrá armonía y satisfacción. Correr detrás de los deseos complica la vida. No tardaremos en encontrarnos sin tiempo, con deudas, con relaciones empobrecidas y con ansiedades constantes.
Otras experiencias de Simperl pueden ser iluminadoras. El aprendió a manejar sus frustraciones y bajones de una manera sencilla y creativa. En lugar de correr a comprar algo y anestesiar la tristeza con consumo (anestesia que, como todas, tiene un efecto temporario), sale a caminar, monta en su bicicleta, observa fenómenos naturales (el atardecer, lo que hacen los animales). "La frontera mágica es la hora y media", dice. En ese plazo se disipa el sentimiento de frustración o depresión que lo embarga. Y, en este caso, no vuelve, él queda en paz.
El menosismo recuerda también que no es necesario ser perfecto. En cierto modo, el perfeccionismo es padre de la frustración y de la inconformidad permanentes. Nunca hay satisfacción por el logro, pues siempre prevalece lo que falta. Otra consigna menosista es la de no quedar enredado en lucubraciones del tipo: ¿tendré dinero el año que viene?, ¿qué será de mis hijos cuando sean grandes?, ¿cómo saldrá este proyecto? En cuanto a esto, Dan Millman (que fue campeón mundial de atletismo y actualmente es entrenador en la Universidad de Stanford, además de conferencista y consultor en cuestiones de crecimiento personal) dice: "Nos complicamos seriamente la vida con temas que tememos y que finalmente nunca ocurren, como arrepentimientos respecto del pasado o temores con relación al futuro. «Debería haber hecho esto... Me abandonarán… Me quedaré sin un peso... Me equivoqué en aquello». Nadie vive, finalmente, en el presente. Hay que aprender a concentrarse en el hoy, que es cuando ocurre lo que ocurre".
Moore, regresemos a él, propone una manera siempre vigente de reencantar la vida, darle sencillez y profundidad. Invita a volver a los libros, o a ingresar en ellos. "Tengo mi casa llena de libros, cuenta, y es lo que más cuesta trasladar cuando me mudo. Al rodearnos de libros, nos rodeamos de la sabiduría, la imaginación y la memoria del mundo; nos integramos a él." Cuando nos protegen y nos abrazan los libros, en cada uno de ellos, en una página leída al azar, en un párrafo escogido por intuición, habrá la punta de un hilo que, si lo seguimos, nos llevará a ideas que nos ayudarán, a relatos que nos darán una nueva perspectiva, a compartir una experiencia propia que creíamos que nadie comprendería.
Si pretendemos ser protagonistas de nuestra vida y no meras víctimas de circunstancias que otros proponen y manejan, si hemos llegado a un punto de complicación que rompe nuestra armonía interior, acaso sea el momento de prestar atención a Giorgio Nardone, creador del Instituto de Terapias Estratégicas, de Arezzo, Italia, quien aplica exitosas prácticas basadas en las ideas de los antiguos sofistas griegos. "Cuando quiera resolver un problema, dice Nardone, empiece por preguntarse cómo puede hacer para empeorarlo. Así le será mucho más fácil descubrir la solución." Si queremos vivir una vida más sencilla, con más propósito y sentido, podemos empezar, entonces, por observar con absoluta sinceridad qué hacemos (y cómo lo hacemos) para hallarnos involucrados en una existencia complicada e insatisfactoria. ¿Estamos dispuestos a hacer más de lo mismo? Si no es así, acaso sea el momento indicado para empezar a observar las nubes.
Y para cuando no haya nubes, vale este milenario proverbio chino: "Sólo en un estanque en calma se refleja la luz de las estrellas".
Por Sergio Sinay

Más simplicidad, más vida

No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita. Esta es una de las convicciones en las que se apoya el Movimiento por el Decrecimiento, que viene ampliándose en el mundo a partir de los años 90 del siglo XX, y que nació al calor de las ideas de Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994). Este economista rumano publicó en 1971 un libro titulado La ley de la entropía y el proceso económico, en el que sostenía que las teorías económicas que proponen el crecimiento como modelo único y a cualquier precio son infundadas. Georgescu-Roegen se valía de argumentos no sólo económicos, sino también físicos y ecológicos.
El decrecimiento no es una teoría económica, sino una consecuencia inevitable de las leyes de la entropía aplicadas a nuestra realidad vital, según quienes adhieren a él (un número cada vez mayor de personas en todo el mundo). "Vivimos en un planeta finito y con una determinada capacidad para asimilar los procesos vitales de las especies que alberga. La civilización humana lo ha puesto en jaque", apuntan. Se trata de frenar el crecimiento por el crecimiento, que –argumentan– enriquece a unos pocos, deteriora el planeta y lleva a la mayoría a vivir una vida infeliz. El decrecimiento propone un modelo de vida y de desarrollo basado en la eficiencia, la cooperación, la durabilidad y la simplicidad voluntaria. También insiste en redefinir los conceptos de poder adquisitivo y nivel de vida. Su lema es vivir mejor con menos, y rememora una consigna de Gandhi: "Debemos vivir de forma más simple para que, simplemente, los demás puedan  vivir". 

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