EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
O
Víctor Rey
Mi encuentro con esta novela
de Gabriel García Márquez, se produjo de forma casual. Había llegado hace
algunas semanas a estudiar Comunicación Social en
"Aprovecha ahora que
eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran toda la
vida". Este consejo de Tránsito
Ariza a su hijo Florentino pudo y puede ser la de cualquier nana al muchachito
de casa acomodada o de mamá modesta a su propio vástago adolescente postrado en
cama con mal de amores.
Florentino perdió el habla y
el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama. La ansiedad se le complicó con dolores de
estómago y vómitos verdes, perdió el sentido de orientación y sufría desmayos
repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado ya no se parecía a los
desórdenes del amor, sino a los estragos del cólera.
Pero el padrino, homeópata,
al auscultar al ahijado, tras un examen al enfermo, ni afiebrado ni con dolor
concreto, sino con una necesidad urgente de morir, comprobó, una vez más, que
los síntomas del amor son los mismos del cólera.
Gabriel García Márquez, en
"El amor en los tiempos del cólera" (Ed. Sudamericana, 1985), vuelve
a armar historias con ternura, precisión, magia, sentido del humor y profundo
conocimiento del alma, tripas, corazón, machismo, feminismo, miserias y
sublimidades de un rincón latinoamericano del mundo.
Que la trama se teja en una
ciudad oceánica y ribereña de
Porque Florencio- dado que
los seres humanos no nacen para siempre el día que sus madres los alumbran,
sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos- hizo
el amor clandestinamente con incontables pajaritas, durante los cincuenta y
nueve años, nueve meses y cuatro días que transcurrieron desde el rechazo sin
apelación de Fermina Daza. Pero no hubo olvido para ese amor platónico,
largo, sostenido por correspondencia y miradas furtivas, aunque decisivamente
contrariado. Pese a que ella, también
por carta, alcanzó a dar el sí, "siempre que no me hagan comer
berenjenas", con una seriedad enamorada que tampoco se alteró cuando una
cagada de pájaro cayó sobre la primera carta amorosa entregada bajo los árboles
del parquecito que la novia solía cruzar camino del colegio. Total aquello era de buena suerte, como dijo
entonces Florentino, impasible a lo que no fueran sus sentimientos. Tal como los concibió su padre, quien antes
de nacer él escribió en un cuaderno: "Lo único que me duele de morir es
que no sea de amor". Sin embargo,
apenas si vio al hijo ilegítimo de la mujer que lo inspiró tanto y que concibió
sobre el escritorio de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno
dominical, mientras la esposa del infiel oía en su casa los adioses de un buque
que nunca se fue. Familia de próceres
fluviales, buques y corrientes, eran juguetes del antojo fantástico de los
antecesores por el lado paterno de Florentino Ariza, al cabo de su casi sesenta
años de espera amorosa, también pudo poner un buque, con bandera amarilla del
cólera, a navegar toda la vida, llevando su anhelada Fermina Daza a bordo.
De otra manera no habría sido
posible aquel viaje lunático de dos abuelos percudidos que, saltándose el arduo
calvario de la vida conyugal, parecieron haber ido sin más vueltas al grano del
amor. Un amor tranquilo y sano luego que
Fermina antes de embarcarse fuera al cementerio de
"Hace medio siglo me
cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora
nos la quieren repetir porque somos demasiados viejos", confidenció la
entrañable Fermina a su nuera, para terminar de sacarse el veneno que le
carcomía las entrañas. "Que se
vayan a la mierda. Si alguna ventaja
tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande".
Y bien feliz- a su manera-
que fue Fermina con el doctor Juvenal Urbino, tan enamorado de ella que en
vísperas de la vejez y después de los casi sesenta años juntos oyéndola
lamentar que "el inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía
nada de hombres", porque al mojar los bordes dejaba el baño apestado a
criadero de conejos, llegó a la solución final: orinaba sentado, como ella, lo
cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia".
Tan adorable como lúcida,
Fermina había descubierto que el tan dotado médico que le cupo en suerte era un
pobre diablo envalentonado por el peso social de sus apellidos. "Un hombre
de mucho ruido", como lo definió la mulata con que en una oportunidad fue
infiel, en visitas de tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en
tratamiento de rutina. Precauciones que
naufragaron en el olfato de Fermina, desconcertada por el extraño olor de las
ropas del marido y que a la postre resultó "olor a negra", como dijo
con rabia. Ira acrecentada porque él no
le negó todo, "como un hombre".
Peleas peores hubo entre ellos, aunque por causas menos graves, como la
falta un día de jabón -lo que era cierto- , aunque Fermina hirvió porque él no
reconocía que había mentido a conciencia para atormentarla. Unos resentimientos resolvieron otros y ambos
se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia
conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. El llegó a proponer confesión abierta ante el
señor arzobispo, para que Dios decidiera como árbitro final si había o no jabón
en el baño. Entonces ella, que tan
buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
"¡A la mierda con el
señor arzobispo!" Lo de histórico-
más allá de que la zarzuela popular lo hiciera uno de sus estribillos- rige con
Fermina Daza para bandera, efigie, monumento o hasta blasfemia sobre el
material básico de que está hecha la mejor mujer de estos lados de
América. Las que confunden el amor con
el cólera, como Tránsito Ariza, y que por encima de las Manuelitas, las Paulas
o las Rosas de la historia grande, escriben la historia chica de vidas sin
límites, pese al abrumo de sus limitaciones.
Mujeres y seres para quienes
el amor sigue siendo el mismo que en los tiempos del cólera, como tantas
ciudades- este "mordidero de pobres" como alguno llamó a la de
Florentino Ariza y Fermina Daza- que permanecen iguales, al margen del tiempo,
y las cuales nada ocurre con el paso de los siglos, salvo envejecer despacio.
Gabriel García Márquez las
intuye, las conoce y las cuenta como nadie.
Hombre él mismo de muchos
amores pero en esencia fiel a su mujer, Mercedes, para quien dedica "por
supuesto" esta novela, y hombre políticamente controvertido, hay en García
Márquez un cierto parecido con Jeremíah de Saint-Amour, cuyo suicidio da
comienzo a "El amor en los tiempos del cólera": Jeremíah "era un
santo ateo. Pero esos son asuntos de
Dios".