jueves, 23 de octubre de 2014

Salud, religión y espiritualidad a la búsqueda del equilibrio

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Con el tiempo nos hemos venido dando cuenta de la importancia que tiene la espiritualidad en la salud de las personas. También que las enfermedades no tienen solo una causa física, sino psicosomática, económica y espiritual.  También es evidente que una de las causas más clara de las enfermedades en el mundo es la pobreza, producida por diversas razones, como las guerras, las opresiones, las injusticias y la explotación.
Este es un tiempo bastante apropiado para reflexionar sobre nuestra persona, demasiado ajetreada en nuestra existencia cotidiana arrasada casi siempre por el estrés y otras formas de tensión y opresión que viven los seres humanos contemporáneos. El cuerpo pide siempre serenidad, y nuestra cultura raras veces se la proporciona. Añadida a esta realidad, existe otra no menos importante: la religión sigue siendo la cuestión que más preocupa a la gente. Por poner un simple ejemplo: en el popular buscador Google, el término “religión” registra 352 millones de páginas, mientras que la palabra “ciencia” tiene que conformarse con 60 millones de entradas. La diferencia es notable, y obedece a la inquietud que manifestamos por todo aquello que escapa de la explicación racional, a pesar de vivir en plena era de desarrollo científico y tecnológico. ¿Qué está ocurriendo en las culturas religiosas y de la salud para que semejante eclecticismo haya llegado a ser posible?
Con este panorama, se hace necesario comentar la relación entre salud y espiritualidad, entendiendo ésta como una característica exclusiva del ser humano, una necesidad vital que nos empuja a buscar la esencia de la propia vida; es decir, a plantearnos las preguntas metafísicas de todos los tiempos desde diversas perspectivas (teístas, deístas, agnósticas, ateas).
Para muchos investigadores, la creencia religiosa y la vivencia espiritual guardan un correlato neuronal en algunos sistemas de nuestro cerebro. La deducción es lógica teniendo en cuenta que todos nuestros pensamientos o estados mentales son causados por procesos cerebrales. Pero, ¿podemos afirmar con toda claridad que “todos” nuestros estados mentales son producto del cerebro? La pregunta no es baladí, y ante ella cabe adoptar una prudente cautela. Me refiero, naturalmente, a la conciencia: explicarla sobre una base física es, hoy por hoy, una ingenuidad, porque ni sabemos qué es la conciencia, ni qué procesos mentales la causan, ni cómo opera para transformar o modificar estados en el propio cerebro.
Pero de una cosa sí podemos estar seguros, y es de que se trata de un fenómeno único en el universo: la emergencia de la conciencia es el hecho más importante de la evolución, aunque no podamos hablar de ella en términos exclusivamente biológicos, como pretenden algunos filósofos y biólogos, intentado alejarse de posturas dualistas.
Teniendo en cuenta esta prudencia, que en ningún modo pretende disminuir la importancia del planteamiento neurológico, algunos antropólogos  proponen incluso que la conciencia no está restringida al cerebro, sino extendida o codificada en una amplia red simbólica de naturaleza cultural. Son, a la postre, los procesos culturales los causantes de una gran parte de la conciencia. La tesis no es nueva, pues desde la antropología cultural y social se ha venido prestando una indudable atención al procesamiento cognitivo de la información sintetizada en el lenguaje empleado, cuyo origen constituye también, otro  enigma.
Así, sabiendo que la conciencia es personal, pero que también cabe la posibilidad de que una parte de ella sea un fenómeno entretejido en la propia red cultural, podemos pensar en nuestra dimensión espiritual, incluso mística, como una propiedad exclusiva de la conciencia.
En definitiva, la esencia del ser humano es una incómoda y tensa  dualidad de tecnología racional y creencia irracional. Todavía somos una especie en transición.
Pero esta especie en transición, este nosotros que ha logrado evolucionar y sobrevivir hasta alcanzar cotas impresionantes de conocimiento, se enfrenta al problema de la conciencia tratando de desmenuzarla en sistemas neuronales, llevando las explicaciones a la escala sub-atómica y cuántica, si es preciso.
Si la espiritualidad es una característica de la conciencia, y ésta se plantea en términos exclusivamente biológicos, podríamos muy bien afirmar que los elementos básicos de la religión están en el propio cerebro. Sin embargo, como hemos visto, la explicación plantea numerosas incógnitas, imposibles de esclarecer por el momento. Es más, la inmensa mayoría de los creyentes, ya sean de tradición monoteísta, ya de tradición deísta, negarían la posibilidad de que su vivencia religiosa sea el producto de un complicado mecanismo neurológico o de una evolución cultural basada en símbolos porque, desde estas perspectivas creyentes, es esa “capa cultural” la que impide el verdadero acceso a la divinidad.
En efecto, si nos atenemos a la investigación científica, determinados procesos cerebrales son causantes de estados alterados de conciencia -lo que no significa que causen la propia conciencia-, tales como las alucinaciones, el trance, la posesión, la visión, algunos tipos de sueño, etc. Dichos estados forman parte en numerosas ocasiones del acervo cultural de una religión o práctica religiosa. Cada tradición da más importancia a unos que a otros, pero todos están insertados en el ser humano. Son parte de nuestra esencia biológica y cultural. De tal forma, cuando el hombre aún no había escenificado la ruptura con la naturaleza y sus ciclos, dichos procesos proporcionaban significados precisos y únicos. Según algunos historiadores de las religiones, las primeras  de ellas  fueron de carácter chamanico, concepto que recoge esos estados alterados de la conciencia.
El progreso de la Humanidad, en su historia de destrucción, y también de construcción, ha ido arrinconando en lo más profundo de la mente la herencia de una conciencia no sometida a la fuerte presión cultural, una conciencia limpia de injertos ideológicos y normas más o menos establecidas. Y nos encontramos ahora despojados, casi desposeídos de una de las propiedades más importantes de nuestra conciencia: ser nosotros mismos, tener nuestra propia identidad, no basada en un número de identificación a efectos fiscales o de control policial. Las religiones, estructuradas en torno a distintas creencias, rituales y normas, constituyen a veces la “capa cultural” que impide la verdadera vivencia de la espiritualidad. Se rompe el equilibrio y la persona navega en aguas sinuosas donde todo viene dado. Surge la duda, el temor, la ansiedad, la rutina y, por ende, la enfermedad. Lo que quiere decir que, esta persona desposeída de su propio capital natural, inmersa en un mundo sofisticado y superficial, acude al psicoterapeuta, al consejero. Necesita reestablecer el equilibrio, encontrar un asidero al que amarrarse sin miedo a la caída y al abandono total.
Podemos decir que estamos ante el renacimiento de una espiritualidad subjetiva y experimental a menudo apoyada en argumentos científicos, que se yergue al mismo tiempo sobre tres críticas cruciales: La crítica al reduccionismo materialista de la biomedicina, la crítica al trascendentalismo de las religiones del libro, y la crítica a la fuerte institucionalización de la medicina y de las religiones modernas.

martes, 21 de octubre de 2014


     La religión cristiana les resulta a no pocos, un sistema religioso difícil de entender y, sobre todo, un entramado de leyes demasiado complicado para vivir correctamente ante Dios. ¿No necesitamos los cristianos concentrar mucho más nuestra atención en cuidar antes que nada lo esencial de la experiencia cristiana?
do la respuesta de Jesús a un sector de fariseos que le preguntan cuál es el mandamiento principal de la Ley. Así resume Jesús lo esencial: lo primero es “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser”; lo segundo es “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
     La afirmación de Jesús es clara. El amor es todo. Lo decisivo en la vida es amar. Ahí está el fundamento de todo. Lo primero es vivir ante Dios y ante los demás en una actitud de amor. No hemos de perdernos en cosas accidentales y secundarias, olvidando lo esencial. Del amor arranca todo lo demás. Sin amor todo queda pervertido.
    Al hablar del amor a Dios, Jesús no está pensando en los sentimientos o emociones que pueden brotar de nuestro corazón; tampoco nos está invitando a multiplicar nuestros rezos y oraciones. Amar al Señor, nuestro Dios, con todo el corazón, es reconocer a Dios como Fuente última de nuestra existencia, despertar en nosotros una adhesión total a su voluntad, y responder con fe incondicional a su amor universal de Padre de todos. Por eso añade Jesús un segundo mandamiento. No es posible amar a Dios y vivir de espaldas a sus hijos e hijas. Una religión que predica el amor a Dios y se olvida de los que sufren es una gran mentira. La única postura realmente humana ante cualquier persona que encontramos en nuestro camino es amarla y buscar su bien como quisiéramos para nosotros mismos.
     Todo este lenguaje puede parecer demasiado viejo, demasiado gastado y poco eficaz. Sin embargo, también hoy el primer problema en el mundo es la falta de amor, que va deshumanizando, uno tras otro, los esfuerzos y las luchas por construir una convivencia más humana.
     Hace unos años, el pensador francés, Jean Onimus escribía así: “El cristianismo está todavía en sus comienzos; nos lleva trabajando solo dos mil años. La masa es pesada y se necesitarán siglos de maduración antes de que la caridad la haga fermentar”. Los seguidores de Jesús no hemos de olvidar nuestra responsabilidad. El mundo necesita testigos vivos que ayuden a las futuras generaciones a creer en el amor pues no hay un futuro esperanzador para el ser humano si termina por perder la fe en el amor.

José Antonio Pagola

viernes, 10 de octubre de 2014



La enfermedad del fundamentalismo

Leonardo Boff



Todo lo que está sano puede enfermar. La religión, al contrario de lo que dicen sus críticos como Freud, Marx, Dawkins y otros, se inscribe dentro de una realidad saludable: la búsqueda de la Última Realidad por el ser humano, que da un sentido último a la historia y al universo. Esa búsqueda es legítima y se encuentra atestiguada en las más antiguas expresiones del homo sapiens/demens, pero puede conocer expresiones enfermizas. Una de ellas, la más frecuente hoy, es el fundamentalismo religioso, que también se manifiesta donde reina el pensamiento único en política.
El fundamentalismo no es una doctrina en sí, sino una actitud y una forma de vivir la doctrina. La actitud fundamentalista surge cuando la verdad de su iglesia o de su grupo es entendida como la única legítima con exclusión de todas las demás, consideradas erróneas y por eso sin derecho a existir. Quien imagina que su punto de vista es el único válido está condenado a ser intolerante. Esta actitud cerrada conduce al desprecio, a la discriminación y a la violencia religiosa o política.
El nicho del fundamentalismo se encuentra históricamente en el protestantismo norteamericano de finales del siglo XIX cuando irrumpió la modernidad no solo en lo tecnológico, sino también en las formas democráticas de convivencia política y en la liberalización de las costumbres. En este contexto surgió una fuerte reacción por parte de la tradición protestante, fiel a los ideales de los «padres fundadores», todos procedentes del rigorismo de la ética protestante. El término fundamentalismo está unido a una colección de libros publicados por la Universidad de Princeton por los presbiterianos que llevaba por título Fundamentals. A Testimony of Truth, 1909-1915 (“Los fundamentos, el testimonio de la verdad”).
En esta colección se proponía un antídoto a la modernización: un cristianismo riguroso, dogmático, fundado en una lectura literalista de la Biblia, considerada infalible e inequívoca en cada una de sus palabras, por ser considerada Palabra de Dios. Se oponían a toda interpretación exegético-crítica de la Biblia y a la actualización de su mensaje para los contextos actuales.
Esta tendencia fundamentalista ha estado siempre presente desde entonces en la sociedad y en la política norteamericana. Adquirió expresión religiosa en las llamadas «electronic Churches», esas iglesias que se valen de los modernos medios televisivos de comunicación que cubren el país de costa a costa y que tienen otras semejantes en Brasil y en América Latina. Combaten a los cristianos liberales, los que practican una interpretación científica de la Biblia y aceptan los movimientos modernos de las feministas, de los homoafectivos, de los que defienden la descriminalización del aborto. Todo eso es interpretado por ellos como obra de Satanás.
La vertiente política asimiló a la religiosa, uniéndola a la ideología política del «destino manifiesto», creada después de la incorporación de territorios de México por parte de Estados Unidos, según la cual los norteamericanos tienen el destino divino de llevar claridad, los valores de la propiedad privada, del libre mercado, de la democracia y de los derechos a todos los pueblos, como lo afirmó el segundo presidente de Estados Unidos, John Adams. Como rezaba la versión popular y política, los americanos son «el nuevo pueblo escogido» que va a llevar a todos a la «Tierra de Emanuel, sede de aquel Reino nuevo y singular que será concedido a los Santos del Altísimo» (K. Amstrong, En nombre de Dios, Companhia das Letras, São Paulo 2001).
Esa amalgama religioso-política ha dado origen a la arrogancia y al unilateralismo en las relaciones internacionales de la política exterior norteamericana que perdura también bajo Barack Obama.
Un tipo semejante de fundamentalismo lo encontramos en grupos católicos extremadamente conservadores que todavía sostienen que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Se afanan en convertir al mayor número de personas que pueden para librarlas del infierno. Algunos grupos evangélicos, especialmente en sectores de las iglesias carismáticas con sus programas de TV, revelan discursos fundamentalistas, particularmente de cara a las religiones afrobrasileñas, pues consideran sus celebraciones como obras de Satanás. De ahí los frecuentes exorcismos y hasta invasiones de terreiros para «purificarlos» del Exu.
El fundamentalismo más visible tanto en grupos católicos como en algunos grupos evangélicos se muestra en las cuestiones morales: son inflexibles ante los problemas del aborto, las uniones de los homoafectivos, el empeño de las mujeres por su libertad de decisión. Promueven verdaderas guerras ideológicas en las redes sociales y medios de comunicación contra todos los que discuten tales cuestiones, aunque estas formen parte de la agenda de todas las sociedades abiertas.
Lamentablemente tenemos una candidata a la presidencia de la República, Marina Silva, que manifiesta un tipo de fundamentalismo que es el biblicismo. Hace una lectura literalista de la Biblia, como si en ella se encontrase la solución de todos los problemas. Como bien dijo el Papa Francisco, la Biblia antes que un depósito de verdades es una fuente inspiradora para la iniciativas humanas benéficas. Hay que ponerla detrás de la cabeza para iluminar la realidad, no delante de los ojos, tapando así la realidad.
El Estado brasilero es laico y pluralista. Acoge todas las religiones sin adherirse a ninguna. Según la constitución no es lícito que una determinada religión imponga a toda la nación sus puntos de vista. Una autoridad puede tener sus convicciones religiosas pero no es por ellas, sino por las leyes como debe gobernar. Existen cuatro evangelios, no solo uno. Y todos ellos conviven entre sí en la diversidad de las interpretaciones que dan del mensaje de Jesús. Es un ejemplo de la riqueza de la diversidad. El mismo Dios es la convivencia eterna de Tres Divinas Personas que por el amor forman un sólo Dios. La diversidad es fecunda.            

jueves, 2 de octubre de 2014

La heteronormatividad al banquillo


Eliana Balzura
Hace unos años, un tiempo tiranamente corto para algunas cosas y escandalosamente lejano para otras, allá por el 2001, publiqué un libro que se llamaba “La iglesia en la sociedad de hoy”. El libro, de algún éxito, reflejaba mi por entonces desvelo por  la eclesiología, y más precisamente, la eclesiología de cara a una sociedad que le exigía renovarse y cambiar, o firmar su acta de defunción. Por entonces yo creía que había muchos modos de ser iglesia, en el sentido —que ya no creo—de que la iglesia institucional podía ser sana o enferma. Ahora, después de mucha agua debajo de mi desvencijado puente, ya no sé dónde buscar aquella antigua libreta sanitaria.

Sigo creyendo, eso sí, que hay muchas otras formas de ser iglesia, iglesia con vos, iglesia con aquél, iglesia con este otro. Siempre que Jesús esté de alguna forma —¿y quién podrá decir cuál es la forma del misterio, de ese Jesús que siempre está y siempre no está, de alguna forma?—, entonces habrá iglesia. En un banco de plaza, a orillas de este mar que amo, bajo los árboles de Camet o en mi lectio divina de los domingos con Gaby. Tampoco desdeño la iglesia que está escuchando un recital de Sabina, o aquella otra, visitando un enfermo, o riendo con algún chiste. Sólo creo ahora en la iglesia como una humana encarnationem. Creo en los jesuses de carne y hueso, en las relaciones horizontales que me elevan el espíritu, en la mirada de Jesús sobre mí con los ojos de mi próximo. Creo en lo sagrado, sí. En lo sagrado que está en el mundo y es humano.

En aquel contexto, cuando la iglesia institucional se me aparecía como carente, escribí ese libro. En él postulo un paradigma que ya he abandonado por completo: el de la iglesia inclusiva. Y lo he abandonado por deficiente y petulante. Si la iglesia se cree en posición de incluir, es que se está colocando en un centro de poder que el mismo Jesús rehuyó constantemente. La iglesia no debe incluir a nadie. No es quién. Todos, los alguien y los nadie, están incluidos per se, porque son personas, y de ahí les viene su dignidad y su inclusión.

En aquel paradigma inclusivo hablé sobre el aborto, el divorcio, la corrupción, el adulterio, las adicciones, y hablé de la iglesia como la ciudad de refugio. Muchos otros también después abrazaron esta bandera que yo he decidido no izar más. Increiblemente, aunque ahora me parecen planteos timoratos, el libro fue muy criticado y hasta prohibido: ¿Cómo me atreví a decir que los suicidas no van al infierno? En fin, cosas del dogmatismo fundamentalista.

Pero el libro hablaba también de la homosexualidad. Y aunque yo no tenía un pleno convencimiento intelectual sobre la postura que adoptaba en él, sin embargo dije lo que se suponía debía decir alguien que tenía ciertas funciones dentro de un contexto como el mío. No fui dura ni condenatoria, al contrario, me cuidé de "parecer" misericordiosa. Pero dije que la homosexualidad era un pecado. Y dije más y sin ningún fundamento. Dije que se podía y debía cambiar. Y no me puse colorada. Qué vergüenza. (Ya ni siquiera creo en aquella antigua, inhumana, asesina y despiadada palabra: pecado. No como dicen que hay que creer. Me sorprendo de que la gente que más habla de pecado es la más mala que he encontrado en estos últimos meses)

Recuerdo que en esa instancia conocí a un querido amigo, Marcelo, que me protestó al email sobre mi postura dogmática. Charlamos mucho y con muchísimo respeto. Pero yo seguía intentando creer que la persona homosexual debía “convertirse”.

Ahora me arrepiento y pido públicamente perdón. Tiemblo de sólo pensar a cuántas personas pude matar con mis afirmaciones, tan lejanas del Jesús en el que creo ahora. ¿Cuántos enfermos, deprimidos, doloridos, condenados, culposos, ayudé a hundir con mis dichos? ¿Cuántos se abstuvieron de vivir porque mi palabra, cruelmente autoritativa, decía que no se podía?

Diez años después y con muchos dolores, escribí “Sabactani: en el final era el verbo”. Y no tuve mejor suerte. El libro fue censurado y prohibido por los que creí mis amigos y mi entorno eclesial. Pero Sabactani soy yo. Es mi manifiesto. Y desde que salió he encontrado muchísima gente que me agradece por poner en palabras lo que muchas veces han sentido.

En este libro queda claro que no hay varón ni mujer (vaya! Qué afirmación de género digna de Judit Butler y a la que nadie hace caso), ni judío ni griego, ni homosexual ni heterosexual.

(La verdad es que me importás vos como persona. No me molesta, ni debería molestarme, a quién amás, con quién te acostás, con quién querés casarte o formar pareja, de quién te enamoraste o quién te gusta. Me importás vos. Y punto.)

Un muchacho alumno mío de hace muchos años se acercó a mí, después de un tiempo de no vernos, y me dijo: Eli, te tengo que decir una cosa: soy homosexual. Y yo le dije: pero no!! Vos sos Juan. ¿O acaso escuchás a la gente yendo por la vida y diciendo: “ buenos días, soy heterosexual”?

No creo en los guetos, ni en las marchas de orgullo, ni en las manifestaciones reivindicatorias. Aunque entiendo que deban existir para que se reconozcan los derechos de todos sin distinción. Creo en la gente, y por otra parte, la gente fue el único foco de atención de Jesús. Y creo en su dignidad y su derecho de vivir su vida amando. Amando y punto. El sujeto del amor se da, cuando dos personas, cualesquiera, se miran a los ojos y saben que se encontraron para siempre. ¿Es tan difícil de entender?

Pido perdón, entonces, por aquel libro. Lo mío, sin atenuantes, es un acto público de contrición.
Les dejo un capítulo de mi Sabactani, un sermón de la montaña dolorido y apaleado:

Sabactani
Bienaventurados

Dichosos. Felices. Bienaventurados. Los pobres, los que lloran, los tristes, los hambrientos, los perseguidos, los discriminados, las mujeres, los putos, las putas, los tullidos, los discapacitados, los carentes, los feos, los torturados, los oprimidos, todos los abandonados, los malamados, los deprimidos, los esclavos, los locos, los presos, y los internados, los desahuciados, los moribundos, los imperdonables, los paqueros, los marginales, los rechazados, los travestis, los transexuales, los fumadores, los fumados, los borrachos y los insultados, los desnudos, los mal vestidos, los iletrados, los débiles, los sin carácter, los manejados, los jóvenes, los sin rumbo, los malgastados, los pecadores, los sin remedio, los acotados, los pacientes, los impacientes, los drogones, los excluidos, los incluidos en listas mortales, los condenados, los claudicados, los rebeldes, los sumisos, los fusilados, los buenos para nada, los inútiles, los descartados, los desaparecidos, sus hijos, los que quedaron, los incomprendidos, los utópicos, los ilusionados, los valientes muertos, los cobardes muertos, los muertos a palos, los de casa de chapa, los de casa de aire, los descasados, los perros de la calle, los vagabundos, los amordazados, los presos en sus celdas, los de arrabales, los atormentados, los lúcidos en su muerte, los in conscientes, y todos los desgarrados, los sidosos, los leprosos, los desbarrancados, los sucios, desgraciados y desamparados, los desnutridos, los violentados, los sin futuro, los perseguidos, los azotados, los ultrajados.
Bienaventurados.

miércoles, 1 de octubre de 2014


La importancia de la espiritualidad para la salud

Leonardo Boff


  Por regla general todos los trabajadores de la salud han sido modelados por el paradigma científico de la modernidad que ha hecho una separación drástica entre cuerpo y mente y entre ser humano y naturaleza. Así se han creado muchas especialidades que tantos beneficios han traído para el diagnóstico de las enfermedades y también para las formas de curación.
Reconocido estos méritos, no podemos sin embargo olvidar que se ha perdido la visión de totalidad: el ser humano dentro de una visión más amplia de la sociedad, de la naturaleza y de las energías cósmicas, la enfermedad como una fractura de esta totalidad, y la curación como la reintegración en ella.
Hay en nosotros una dimensión que responde por el cultivo de esta totalidad, que vela por el eje Estructurador de nuestra vida: es la dimensión del espíritu. Espiritualidad viene de espíritu; es el cultivo de lo que es propio del espíritu, su capacidad de proyectar visiones unificadoras, de relacionar todo con todo, de conectar y reconectar todas las cosas entre sí y con la Fuente de Originaria de todo ser.
Si el espíritu es relación y vida, su opuesto no es materia y cuerpo sino la muerte como ausencia de relación. En este sentido, espiritualidad es toda actitud y actividad que favorece la expansión de la vida, la relación consciente, la comunión abierta, la subjetividad profunda y la trascendencia como modo de ser, siempre dispuesto a nuevas experiencias y a nuevos conocimientos.
Los neurobiólogos y estudiosos del cerebro han identificado la base biológica de la espiritualidad; se encuentra en el lóbulo frontal del cerebro. Descubrieron empíricamente que siempre que se captan los contextos más globales o se produce una experiencia significativa de totalidad o también cuando que se abordan de forma existencial (no como objeto de estudio) realidades últimas cargadas de sentido, y se producen actitudes de adoración, devoción y respeto, hay una aceleración de las vibraciones periódicas de las neuronas localizadas allí. A este fenómeno lo llamaron el «punto Dios» en el cerebro o la aparición de la «mente mística» (Zohar, SQ: Inteligencia Espiritual, 2004). Es como un órgano interior por el cual se capta la presencia de lo Inefable dentro de la realidad.
Este hecho constituye un avance evolutivo del ser humano que, como ser humano-espíritu, percibe la Realidad Fontal sustentando todas las cosas. Se da cuenta de que sorprendentemente puede entablar un diálogo y buscar una comunión íntima con ella. Tal posibilidad lo dignifica, pues lo espiritualiza y lo conduce a un mayor grado de percepción del Enlace que conecta y reconecta todas las cosas. Se siente dentro de ese Todo.
Este «punto Dios» se revela por valores intangibles como más compasión, más solidaridad, más sentido de respeto y dignidad. Despertar este «punto Dios», quitar las cenizas con las que una cultura excesivamente racionalista y materialista lo cubrió, es permitir que la espiritualidad aflore en la vida de las personas.
A fin de cuentas espiritualidad no es pensar a Dios, sino sentir a Dios a través de ese órgano interior y experimentar su presencia y actuación desde el corazón. Lo percibimos como entusiasmo (en griego significa tener un dios dentro) que nos lleva y nos sana y nos da voluntad de vivir y de crear continuamente sentidos de existir.
¿Qué importancia prestamos a esta dimensión espiritual en el cuidado de la salud y de la enfermedad? La espiritualidad tiene una fuerza curativa propia. No es de ninguna manera algo mágico y esotérico. Se trata de potenciar las energías características de la dimensión espiritual, tan válida como la inteligencia, la libido, el poder, el afecto entre otras dimensiones de lo humano. Estas energías son altamente positivas como amar la vida, abrirse a los demás, establecer lazos de fraternidad y solidaridad, ser capaz de perdón, de misericordia y de indignación ante las injusticias de este mundo, como lo hace ejemplarmente el Papa Francisco.
Además de reconocer todo su valor a las terapias conocidas hay todavía un supplément d'âme como dirían los franceses, un complemento de lo que ya existe, que lo refuerza y enriquece con factores oriundos de otra fuente de curación. El modelo establecido de medicina no tiene, por supuesto, el monopolio del diagnóstico y la curación. Es aquí donde se abre camino la espiritualidad.
La espiritualidad en primer lugar fortalece en la persona la confianza en las energías regenerativas de la vida, en la competencia del médico/a, en el cuidado diligente del enfermero/a. Sabemos por la psicología profunda y la transpersonal el valor terapéutico de la confianza en el curso normal de la vida. Confianza significa básicamente decir: la vida tiene sentido, vale la pena, tiene una energía interna que la autoalimenta, es preciosa. Esta confianza pertenece a una visión espiritual del mundo.
Pertenece a la espiritualidad la convicción de que la realidad que captamos es más de lo que los análisis nos dicen. Podemos tener acceso a la misma por los sentidos interiores, por la intuición y por los caminos secretos de la razón cordial. Se puede ver que hay un orden subyacente al orden sensible, como sostenía siempre el gran físico cuántico, y premio Nobel, David Bohm, alumno predilecto de Einstein.
Este orden subyacente responde de los órdenes visibles y siempre puede traernos sorpresas. A menudo los mismos médicos se sorprenden de la rapidez con que alguien se recupera o cómo situaciones consideradas normalmente como irreversibles, retroceden y acaban curando. En el fondo es creer que lo invisible e imponderable es parte de lo visible y previsible.
Pertenece también al mundo espiritual, la esperanza inquebrantable de que la vida no termina con la muerte, sino que se transfigura a través de ella. Nuestros sueños de regresar a la vida normal desencadenan energías positivas que contribuyen a la regeneración de la vida enferma.
Una fuerza mayor, sin embargo, es la fe de sentirse en la palma de la mano de Dios. Entregarse confiadamente a su voluntad, desear sinceramente la curación, pero también aceptar serenamente si nos llama a si: esto es la presencia de la energía espiritual. Nosotros no morimos, Dios viene a buscarnos y a llevarnos a donde pertenecemos desde siempre, a su casa a convivir con Él. Tales convicciones espirituales actúan como fuentes de agua viva, generadoras de curación y de potencia de vida. Es el fruto de la espiritualidad.