Víctor Rey
«La educación no consiste sólo en aprender de
los libros memorizando algunos hechos, sino también en aprender a mirar, a
escuchar aquello que los libros dicen, tanto si lo que dicen es verdadero como
si es falso. Todo eso es parte de la educación. La educación no es un mero
pasar los exámenes, conseguir un título y un empleo, casarse y establecerse,
sino también saber escuchar a los pájaros, ver el cielo, la extraordinaria
belleza de un árbol, la forma de las colinas; es sentir todo eso, estar
realmente, directamente en contacto con ello, cosa factible a cualquiera que
puede leer.” (J.Krishnamurti)
Cualquier proceso
educativo se desarrolla siempre en escenarios socioculturales móviles y
cambiantes. La educación teológica no está exenta de esta exigencia. Cualquier
fenómeno educativo se sitúa permanentemente buscando equilibrios, por lo
general inestables, entre fuerzas de adaptación y fuerzas de cambio. De un lado
la educación no es otra cosa que un amplio proceso de transmisión de la cultura
dada y heredada de antemano, de aquí que posea una importante función
conservadora. Pero al mismo tiempo la educación es también el instrumento
mediante el cual se estimula el cambio, se facilita la innovación, se crean en
definitiva nuevos procesos culturales de transformación individual y colectiva,
de aquí que la educación se constituya así en un factor de desarrollo, en un
factor de cambio social y personal. La educación en consecuencia, posee una
naturaleza crítica, dialéctica y compleja, dado que se mueve entre los límites
de la conservación y la innovación y está sujeta a interacciones, retroacciones
y recursiones. Tener presente este
postulado es de suma importancia para aportar en la renovación de la educación
teológica.
Tanto desde un punto de
vista ontológico como epistemológico, los saberes educativos son necesariamente
saberes críticos, tanto por el carácter inestable e incierto de los procesos
educativos en relación a los contextos sociales de cambio y conservación, como
por la naturaleza de los sujetos que hacen y participan en la educación. Pero
además, este carácter crítico, que procede de la complejidad de los contextos y
de los sujetos que participan, posee a su vez un carácter práctico. Un carácter
práctico, porque educar es ante todo y sobre todo un hacer en, con, para los
sujetos que se educan, por lo que exige continuas acciones y reflexiones de
recreación, reconstrucción y reorientación. Decir por tanto que la educación está
en crisis, es algo obvio, porque su propia naturaleza es de por sí crítica. Esto es algo importante en cuanto a la
educación teológica ya que tanto en la vertiente católica como protestante las
instituciones que la imparten vienen y son sostenidas por los sectores más
conservadores. Asumir en esos estamentos una actitud crítica muchas
veces es ir en contra de lo establecido.
La particular situación
de inestabilidad de la educación ocasionada por sus tendencias estabilizadoras
y por su necesidad de incorporar y provocar cambios, unido al hecho del
importantísimo papel que juega en los cambios sociales y personales, han hecho
que cada vez se vayan depositando en los estudiantes nuevas competencias y
responsabilidades. Sin embargo, este hecho ignora, que escolarización y
educación son procesos de naturaleza diferente, además de que adolece de un
optimismo exagerado en las posibilidades de las instituciones escolares y/o
educativas. De este modo, se oculta y exculpa la incapacidad o ausencia de
voluntad de los gestores políticos y sociales para hacer frente a los factores
y causas sistémicas que están en la base de los grandes desequilibrios e
injusticias sociales del planeta. Pensar por tanto que únicamente mediante
educación formal o informal seremos capaces de resolver todos los problemas
sociales de nuestro siglo, no deja de ser una ingenuidad e incluso una
irresponsabilidad. No obstante, creer que estos problemas pueden afrontarse sin
educación es un error fatal. Como dijo alguien: “La teología no va a cambiar el
mundo, pero sin teología no cambiará”. La educación teológica por tanto, es
condición necesaria e indispensable para el cambio social, pero en ningún caso
resulta suficiente y mucho menos cuando ésta se reduce a determinados espacios
de tiempo que los individuos utilizan para obtener titulaciones. Atribuir
entonces a los sistemas y procesos educativos la culpabilidad de todos los
males sociales, sería una manera de ocultar la falta de voluntad política o de
capacidad gestora para hacer frente a los mismos. Sería en suma ignorar el
componente educativo y pedagógico de toda praxis social o política y el
componente social y político de toda práctica educativa o pedagógica.
Más allá de las
tensiones entre conservación e innovación, tensiones que forman parte de la
naturaleza intrínseca de los procesos educativos, cuya dinámica oscila
permanentemente entre lo nuevo y lo viejo y entre las ideas previas y los
nuevos conceptos, lo que aquí intentamos mostrar, es que la educación teológica
está en crisis porque sus estructuras, sus funciones, sus procesos y sus
productos no tienen la capacidad de responder a la realidad cultural y social
del siglo XXI, no son capaces de afrontar las contradicciones y problemas
surgidos con la crisis de la modernidad. Pero hay más. Ni incluso las
competencias que la vieja sociedad industrial exigía de los sistemas educativos
han podido materializarse, de tal modo que en la segunda década del siglo XXI,
tenemos aun 69 millones de niños y 774 millones de adultos sin acceso a la
educación y otro tanto analfabetismo funcional, como demuestran los informes
internacionales de evaluación. Y todo ello unido a la permanencia de unos
seminarios e edificios que permanecen en su mayor parte anclados en el arcaico,
académico y libresco tradicionalismo pedagógico de las sociedades agrarias,
aunque al mismo tiempo se pretenda disfrazar la modernización con novedosos
recursos tecnológicos.
Nuestro seminarios e
instituciones teológicas, nuestras concepciones de la educación miran
excesivamente al pasado, añoran un sistema educativo que tenía su utilidad de
cara a la formación del ser humano moderno e industrial.
Un sistema que en la
actualidad se muestra simplemente incapacitado para hacer frente a la crisis y
a la sociedad del futuro. Hoy, cuando asistimos al desmantelamiento del “Estado
del Bienestar” y de la “Escuela Pública” y al florecimiento de todo “lo
privado” incluyendo las instituciones educativas. Hoy cuando vemos como desde
diversas instancias se reivindican instituciones educativas fuertemente
competitivas y selectivas orientadas al darwinismo social de la excelencia,
comprobamos como todo el sistema en su conjunto y específicamente la vida y las
prácticas educativas cotidianas de nuestras aulas, no responden a las
necesidades de una sociedad de cambios acelerados y en la que aparecen cada vez
nuevos problemas y contradicciones.
Asistimos a una especie
de nostalgia por aquellos sistemas en los que había que atiborrarse de
conocimientos inútiles suministrados por la figura de un profesor autoritario
al que había que obedecer sin rechistar y en los que necesariamente había que
pasar exámenes mensuales, trimestrales, finales, etc. que únicamente superaban
una minoría de estudiantes obedientes, atemorizados y de las clases medias
urbanas. Sin saber qué hacer con las nuevas posibilidades de autonomía y
flexibilidad que brindan muchas de las leyes y normas educativas, se siguen
añorando aquellos diseños centralizados y homogéneos para los que se contaba
con un rol docente claro, preciso y dotado de poder. Si en la década de los
sesenta las acreditaciones académicas contribuían de forma importante a la
promoción social para la minoría que estudiaba, hoy asistimos en las sociedades
supuestamente desarrolladas, a un panorama desolador, mayoritariamente
caracterizado por la masificación de un alumnado desmotivado y obligado a
soportar la carga de una escolarización no deseada, en el que las titulaciones
ya no tienen el peso específico de promoción social que antaño ofrecían.
A todo esto, hay que
añadir también, la delicada y especial situación de un profesorado angustiado,
desmotivado, subordinado a exigencias burocráticas y de todo tipo. Un
profesorado, que al perder su prestigio social, ve al mismo tiempo como se le
castiga recortando sus salarios y empeorando sus condiciones laborales, al
mismo tiempo que le multiplican sus competencias profesionales y todo ante unas
administraciones educativas que hacen muy poco o nada por evitarlo. Pero
además, tenemos que sumar a unas familias en gran parte desestructuradas o en
su defecto, desorientadas para hacer frente a las necesidades educativas de sus
hijos. Un panorama que se presenta con una especial gravedad, cuando lo
inscribimos en una gigantesca crisis de civilización que pone en peligro el
planeta entero. No podemos olvidar que nuestros sistemas educativos surgieron
precisamente con el industrialismo y bajo su modelo y concepciones organizativas.
La idea de concentrar
grandes masas de alumnos en un edificio para ser trabajadas por unos operarios
denominados profesores y bajo una dirección centralizada y profundamente
burocrática, es sin duda una concepción netamente industrial. Se trataba de conseguir
unos productos o titulaciones intercambiables en el mercado, para cuya
obtención era necesario superar una serie de controles especializados y
disciplinarios. Dicho con otras palabras: la escuela era la institución por
antonomasia que se encargaba de producir y reproducir técnica e ideológicamente
la fuerza de trabajo.
Todo estaba subordinado
a las finalidades explícitas e implícitas del industrialismo ya fuese en su
forma capitalista o socialista-soviética: espacios, edificios, horarios,
reglamentos, normas disciplinarias, estandarización, eficacia, rendimiento,
programas, metodologías, mitos, estereotipos, inculcación ideológica,
titulaciones, ciclos, etapas, cursos y niveles. Las finalidades fundamentales
consistían en la capacitación de los individuos para comprender e interiorizar
conceptos, así como para manejar una reducida gama de procedimientos
indispensables para la industria, al mismo tiempo que un breve y compacto
núcleo de creencias. Unas creencias que básicamente consistían en:
1. Habilidades
instrumentales básicas: lectura, escritura, cálculo, nociones matemáticas
elementales, etc., habilidades que irán en aumento en función del nivel
alcanzado en las etapas, niveles y grados que conformaban la estructura de cada
sistema educativo. Una estructura, que fue y sigue siendo terriblemente
selectiva y destinada a seleccionar a los más capaces, es decir, a los que
mejor supieron adaptarse y obedecer a las exigencias del sistema.
2. Creencias sólidas
acerca del progreso, la naturaleza, la sociedad y la necesidad de selección:
pura ideología destinada a aceptar que el progreso es un concepto lineal,
cuantitativo e inexorable y sobre todo asociado al dominio de una Naturaleza y
a la concepción de una sociedad gobernadas por el principio de evolución, en la
cual, la desigualdad o la pobreza son considerados fenómenos naturalmente
inevitables.
3. Concepciones
unilaterales acerca del tiempo, la materia, el espacio y la causalidad. El
tiempo entendido linealmente, de forma sincrónica, sometido a un escrupuloso
control, rígido, parcelario, uniforme, fragmentario, lo que traducido a
términos de organización escolar significaba aceptar la imposibilidad de
concebir una estructura horaria que no incluyese el axioma de una hora, un
profesor, una materia y un aula. Un espacio acotado, cerrado, uniformado,
rígido y fragmentado con muebles situados en lugares inamovibles: un aula
ocupada por alumnos que permanecen inmóviles a lo largo de toda la jornada. Un
alumno considerado esencialmente como un ser individual, como un átomo social
que se define frente a los demás, puesto que la sociedad se concibe como
naturalmente competitiva y selectiva.
4. Concepciones acerca
del cambio y la causalidad puramente mecanicistas, de modo que la explicación
de los hechos naturales, sociales o escolares se realiza generalmente basándose
en causas externas fácilmente identificables y medibles, de control sencillo y
manejable. Si el alumno es evaluado negativamente, las causas serán siempre
externas a los procesos de enseñanza-aprendizaje, la culpa será siempre del
alumno como individuo, de su familia, del ambiente social, de las leyes o del
gobierno de turno, pero en ningún caso de los procesos de interacción de
profesor-alumno, del ambiente escolar o del aula, de los recursos materiales,
de los procedimientos de tratamiento del currículum utilizados o de la
idoneidad del programa, o de la habilidades y capacitación del profesor.
Sin embargo, la
sociedad industrial no solamente necesita de las instituciones educativas que
le proporcionen individuos formados con un repertorio de habilidades, creencias
y conceptos, sino sobre todo un cuerpo de principios. La sociedad industrial
exige también a los la instituciones educativas que los individuos sean
instruidos en un conjunto de axiomas, que al estar situados más allá de la
realidad, que al ser considerados como indiscutibles, garanticen el sustrato
cognitivo-afectivo necesario para hacer funcionar el sistema social en su
conjunto y regular así el comportamiento de los individuos y los posibles
conflictos y disfunciones.
Mientras que las
creencias se presentan con más base afectiva que racional y por tanto pueden
estar sujetas a variabilidad, a discusión e incluso a crítica, los principios
se nos aparecen como grandes síntesis axiomáticas, como dogmas, producto de
juicios racionales e incluso de descubrimientos científicos y en consecuencia
son más difíciles de cuestionar hasta que no aparecen nuevos hechos que aportan
razones para su discusión.