INCERTIDUMBRE E INSATISFACCIÓN, SIGNOS DE UNA SOCIEDAD
DESESPERANZADA
Víctor Rey
La sociedad hoy vive una profunda crisis de confianza. Se
desconfía de las instituciones, partidos, iglesias, tribunales pero también de
quienes te rodean. A la vez se ha desarticulado la antigua participación social
y la solidaridad se torna episódica.
Los factores que explican este comportamiento social son
múltiples y tiene razones de carácter estructural que dicen relación con el
modelo económico que por decenios ha dominado la economía, por factores
profundas de desigualdades, separación física, segregación, a la cual se
condujo a una parte relevante de la población especialmente en las grandes
ciudades. Tiene que ver, también, con el hecho de que, aún en el contexto de
grandes contradicciones, vive, más que otras sociedades latinoamericanas, los
efectos de fenómenos típicos de la sociedad pos moderna, la sociedad líquida,
como la llama el sociólogo Zsygmunt Bauman.
El modelo neoliberal ha generado varias sociedades y la
configuración urbana ha obedecido a estos patrones. La concentración de la
riqueza y la mala distribución de ella, una de las peores del mundo occidental,
ha producido una profunda incomunicación entre los diversos estratos de la
sociedad.
Los pobres han sido
condenados a vivir en barrios periféricos sin servicios adecuados para
garantizar una vida digna. Alejados de sus fuentes ocupacionales deben ocupar
varias horas del día a trasladarse provocando estrés psicológico, cansancio y
falta de tiempo para dedicarse a la familia y a las actividades recreativas y
de vínculos sociales. Los sectores de mayores ingresos tienden a alejarse del
resto de la sociedad, construyendo barrios, colegios, clínicas exclusivas donde
solo viven y participan quienes disponen de altos ingresos y también en ellos
la interacción social es débil.
La sociedad se ha ghetizado y se ha impuesto una lógica
mercantilista que ha debilitado al máximo las antiguas comunidades, el sentido
de pertenencia colectivo, la colaboración, la solidaridad y se ha impuesto un
individualismo caracterizado por una feroz competencia y por el deseo de poseer
bienes a los cuales se accede de manera más generalizada pero desigual.
Los antiguos espacios públicos de encuentro han desaparecido y
han sido reemplazados por los nuevos templos del consumo donde se ofrece
realizarse individualmente de acuerdo a la capacidad de cada cual para acceder
al mercado, muchos a través del endeudamiento que es algo consustancial al
funcionamiento del modelo económico. Las relaciones sociales se monetarizan y
las capas sociales aspiracionales buscan construir movilidad renunciando a la
acción colectiva y buscando sus propios espacios.
La política y sus actores se han debilitado y no ocupa el lugar
de construcción de sociabilidad del pasado. Emprobrecida idealmente no construye
identidad fuerte y la desafección de la ciudadanía se expresa en una alta
abstención electoral que debilita a las instituciones de representación que son
la base de la democracia. El surgimiento de una nueva forma de comunicar, a
través del espacio digital, crea sociedades y agrupaciones virtuales, efímeras,
que acelera el tiempo y el espacio de la vida cotidiana de las personas.
Estas se comunican por las redes sociales, construyen vínculos
lejanos, impersonales, que aíslan aún más del entorno en que se vive.
Profundiza la soledad de muchos, aún cuando empodera voces que hasta ayer no
tenían expresión alguna.
La ciudadanía, a través de las redes, puede hoy recibir y
transmitir, instalar agendas, temas, puede autoconvocarse en causas parciales
ya sin la presencia de los partidos políticos que han perdido la capacidad de
convocatoria social.
Los partidos y las iglesias viven en un mundo análogo frente a
la expansión de la tecnología digital y a la exigencia de que los problemas
sean abordados y resueltos aquí y ahora, a una velocidad que la política, que
requiere de tiempos distintos, no está en condiciones de responder. Ello
profundiza el descontento y hasta la indignación de una sociedad más exigente,
en un mundo global que amplía las oportunidades y donde la sociedad de la
abundancia de bienes y productos los coloca como el objetivo del deseo, del
placer de poseerlos.
Crecen las demandas inmateriales, que conectadas globalmente
cambian velozmente la subjetividad de las personas y profundizan la idea de
nuevas libertades como sinónimo de autonomía de las personas para resolver
sobre asuntos de sus propias vidas, con sus propias creencias y percepciones y
donde el control ideológico o espiritual que ejercían diversas instituciones,
que ya no están en condiciones de dar sentido a las cosas, resulta sobrepasado
por la información digital planetaria.
Vivimos, y también una expresión de ello, en una sociedad
líquida, fluída, en constante cambio. Ello crea insatisfacción e incertidumbre
que son dos características que cruzan la vida de nuestras sociedades.
Nada parece definitivo, ni siquiera el amor, los valores en los
cuales se apoyaba la sociedad tradicional carecen de anclajes y no son
reemplazados aún por nuevos y es normal que esta época de mutación cultural,
económica, social, en muchos crezca la desesperanza, por fenómenos que
aparecen incontrolables, y con ello la soledad, el recluirse en si mismo o en
el núcleo más cercano en busca de confort, todo lo cual es también un signo de
nuestros tiempos.
Crecen los discursos que
apuntan al miedo y hasta poderosos liderazgos políticos y religiosos en todo el
mundo son construidos más en el temor que en la esperanza. El miedo hacia el
otro, al desconocido, a la mezcla cultural y de los espacios, en un mundo que
barre con las fronteras y donde las migraciones se tornan bíblicas.
Es decir, hay razones estructurales, de contexto, para la
incomunicación y la ausencia de interactividad social.
Reconstruir la confianza es la clave para que las personas
vuelvan, en las nuevas condiciones, a compartir, a conversar, a realizar una
interactividad social donde el medio no sea el utilitarismo sino la
solidaridad. Se requiere que el Estado vuelva a jugar un rol integrador, de
protección frente a los abusos, que la política se torne transparente, que
todos entendamos que vivimos ya en una casa de vidrio, que la educación de
mejor calidad para todos sea el gran vehículo de la construcción de las
oportunidades, que la democracia se abra más allá de la representación a formas
más horizontales de participación que escuche a una sociedad integrada en un
mundo con expresión propia. La revolución digital de las comunicaciones puede
ser un gran mecanismo para recrear vínculos y expresiones, para aunar
esfuerzos, para ejercer control y asegurar voz a los que no las han tenido.
Vivir en una sociedad compleja, donde lo lineal ya no sirve como
canon interpretativo, sugiere desafíos enormes para reconstruir sociedad y para
repolitizar, en un sentido noble, la vida de las personas.
A ello debemos abocarnos si queremos una sociedad que
resocialice en términos colectivos, con una mirada comunitaria, con vínculos
abiertos con las demás personas.
Una sociedad que no se hunda en el individualismo, en el
consumismo auto referencial, en la estigmatización de los otros.
Una sociedad donde lo que prevalezcan sean los valores
humanitarios, la defensa medioambiental de un planeta en riesgo y donde la
creciente inteligencia artificial no reemplace a los seres humanos, sino sirva
para que estos crezcan en tiempo y en cultura.