EN MEMORIA DE LOS 38 AÑOS DEL ASESINATO DE MONSEÑOR
OSCAR ARNULFO ROMERO
Víctor Rey
En el mes de febrero del
2015 fui invitado por el Departamento de Teología de la Universidad Evangélica
de El Salvador para dictar algunas clases a los alumnos de esta universidad
centroamericana. Un día el decano de la
facultad de Ciencias Sociales el Licenciado Ricardo Rivas y el Director del
Departamento de Teología, Licenciado Marlin Reyes me invitaron a visitar la
Capilla donde fue asesinado Monseñor Romero, lugar que queda cercano a la
Universidad. También me invitaron a
visitar la Universidad Centroamericana (UCA) donde fueron asesinados seis
jesuitas y dos mujeres, en noviembre de 1989. Realmente es impresionante
recorrer este lugar sencillo que está dentro del Hospital para cancerosos La
Divina Providencia. En este mes de marzo se cumplen treinta y ocho años de su
asesinato ocurrido un 24 de marzo de 1980, que llegó en el momento justo, como a Jesús,
después de haber recorrido tres de pasión con su pueblo y como su pueblo de El
Salvador. Mientras celebraba el sacramento de la
reconciliación, una bala asesina atravesó la casulla y el corazón de Oscar Arnulfo Romero. El único “delito” que se le conoce al
arzobispo de San Salvador es explicar el Evangelio, hacer oír su voz desde el
incómodo papel de profeta de la verdad, y eso es cosa que forzosamente atrae la
violencia de quienes no aceptan más soluciones que las impuestas.
Su “vida pública”, como arzobispo de San Salvador
duró tres años, como la de Jesús y no dejó a nadie indiferente. Unos lo
consideraban un profeta, un mártir, un luchador por la paz y el diálogo, un
hombre de Iglesia; otros, por el contrario, veían en él a un revolucionario, un
agitador de masas, un político frustrado que promovía la crispación, un
personaje en busca de notoriedad social.
Esta figura emblemática de la Iglesia
Latinoamericana sigue estando especialmente presente en la memoria y el cariño
de los más humildes de El Salvador. El recuerdo de su asesinato trae a la mente
una forma equivocada de solucionar los conflictos políticos y sociales, pero
también atestigua la permanente tentación de recurrir a la violencia para
resolver los problemas molestos.
El recuerdo de su asesinato, unido al de la muerte
de Jesús proclama la certeza y la fuerza de la esperanza que vence cualquier
desesperación e impotencia; desde la vida entregada del Señor Jesús pueden
mantener su dignidad los hombres y mujeres que sufren las injusticias de los
poderosos o la instrumentalización de quienes siguen dominando los resortes
religiosos de la vida de los pueblos.
El Cristo crucificado iluminó la visión de Romero
hasta que exhaló su último aliento. El 24 de Marzo de 1980, dentro de la
capilla del Hospital de la Divina Providencia, dispararon sobre Oscar Romero y
le mataron mientras celebraba la misa. Imitando a la de Cristo, la misma vida y
muerte de Romero fue una expresión sacramental del amor crucificado de Dios
hacia el mundo, a favor del pueblo sufriente de El Salvador y de otros muchos,
más allá de ese pueblo. Su brutal asesinato seguirá sembrando semillas de
esperanza y de vida para todos aquellos que luchan por una mayor justicia
social y que profesan la fe en un Dios liberador, cuyo amor no puede ser
extinguido ni siquiera por la muerte.
El eje principal en torno al cual giró la vida de
Romero fue la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. En ésa línea, él creyó
que había sido llamado a “sentir con la iglesia”, especialmente en la medida en
que ella sufre en el mundo. Romero creía que la misión de la Iglesia consiste
en proclamar el Reino de Dios, que es el reino de “la paz y la justicia, de la
verdad y el amor, de la gracia y de la santidad… para conseguir un orden
político, social y económico que responda al plan de Dios”.
En el fondo de estas palabras, él quiso encarnar la
conversión que predicaba. Una vez le visitó un funcionario eclesiástico y le
hizo saber que sus modestas habitaciones, en el Hospital de la Divina
Providencia, no eran “adecuadas” para un arzobispo. Él estuvo de acuerdo y le
explicó que, dado que la mayoría de sus fieles vivían en chozas de cartón, sus
habitaciones resultaban comparativamente demasiado lujosas. Para Romero, la
conversión significaba abrir la propia vida a los pobres, viviendo en
solidaridad con ellos, no como alguien superior que les da limosnas, sino como
un hermano o hermana que camina en solidaridad con ellos.
Él insistía en que “una Iglesia que no se une a los
pobres, a fin de hablar desde el lado de los pobres, en contra de las
injusticias que se cometen con ellos, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo”.
Algunos percibían esa actitud como una deformación de la misión de la iglesia y
como una contaminación de la iglesia con la política, pero Romero contestaba.
Él creía que “la fe
cristiana no nos separa del mundo, sino que nos introduce en el mundo”. Aunque
se enfrentó de lleno con los desafíos políticos de su tiempo, él no fue
simplemente un activista social, sino también un hombre de honda oración y
meditación, que le ayudaron a mirar más
allá y debajo de la superficie de los acontecimientos, descubriendo las
verdades más profundas de la realidad. A menudo, él suspendía las discusiones
más intensas y acaloradas con sus consejeros, a fin de orar sobre las
decisiones que debían tomar. Romero supo que sin Dios no es posible alcanzar la
verdadera liberación. Él fue un testigo de que la justicia debe ocuparse de las
dimensiones históricas de este mundo, pero nunca perdió de vista la dimensión
trascendente de la liberación. En esa línea, él afirmaba siempre que sin Dios
no puede hablarse de liberación. Ciertamente, “sin Dios se pueden alcanzar
algunas liberaciones temporales; pero las liberaciones definitivas sólo pueden
alcanzarlas los hombres y mujeres de fe”.
El legado más importante de su vida fue el
ofrecimiento de su propia vida a favor del pueblo al que amaba. Romero pensaba
que “el mayor testimonio de fe en un Dios de Vida es el testimonio de aquellos
que están dispuestos a dar su propia vida”. Poco antes de su muerte, el
afirmaba: El martirio es una gracia que
yo creo que no merezco. Pero, si Dios acepta el sacrificio de mi vida, quiero
que mi sangre sea semilla de libertad y un signo de que esta esperanza se
convertirá pronto en realidad. Que mi muerte, si es aceptada por Dios, esté al
servicio de la liberación de mi pueblo y sea un testimonio de esperanza en el
futuro.
En ese mismo tiempo, unos días antes de su muerte,
Romero insistía en lo siguiente: “Debo decirle que, como cristiano yo no creo
en una muerte sin resurrección. Si me matan, yo resucitaré en el pueblo
salvadoreño”. La fe Romero en el Dios de la vida, aunque rodeada de amenazas de
muerte, ha inspirado a innumerables personas que han luchado a favor de la
justicia, incluyendo a Ignacio Ellacuría y a los otros cinco jesuitas y a las
dos mujeres que fueron asesinados el 16 de noviembre de 1989 en las dependencias
de la Universidad Centroamericana. Actualmente el Centro Oscar Romero se
encuentra en el lugar donde ellos fueron asesinados.
Romero había sido un piadoso hombre de Iglesia, un
sacerdote culto, amigo de la justicia, aunque alejado de la vida real de su
pueblo. Pero unas semanas después de haber sido nombrado arzobispo, el 22 de
febrero de 1977, uno de sus colaboradores, el P. Rutilio Grande SJ, fue
asesinado por los escuadrones de la muerte. Ese acontecimiento transformó su
vida y, desde ese momento hasta su muerte, a lo largo de tres años de intenso
compromiso episcopal se convirtió en la voz de los que no tenían voz,
denunciando los crímenes de la dictadura económica y social de su pueblo y
anunciando de una forma muy concreta las exigencias y dones del evangelio, en
sus homilías radiadas cada domingo a todo el país. De esa manera puso de
relieve la presencia de Cristo en los pobres, empobrecidos y asesinados:
Romero se enfrentó a los desafíos políticos de su
tiempo, pero no fue sólo un activista social, sino también un hombre de honda
espiritualidad, de manera que sus tres años de “vida pública” vinieron a
convertirse en sus años de “universidad cristiana”. En ese tiempo, en contacto
con los oprimidos de su pueblo, denunciando la injusticia y violencia de los
asesinos, pero siempre desde la paz de Dios, fue descubriendo y expresando el
verdadero pensamiento cristiano. De esa forma vino a convertirse en testigo de
que la justicia debe ocuparse de las realidades históricas de este mundo,
manteniendo siempre la dimensión trascendente del evangelio. Así afirmaba
siempre que sin Dios no puede hablarse de liberación, pero sin liberación no
puede hablarse tampoco de Dios en sentido cristiano.
A lo largo de esos tres
años intensos de episcopado liberador, Romero intentó que la sociedad no cayera
en manos de la pura violencia y, sin embargo, en un sentido externo, él
fracasó, pues le asesinaron los poderes oficiales de la violencia. Más aún, tras su muerte, el
país por el que vivió (El Salvador) vino a caer en una gran guerra civil. A
pesar de eso o, quizá mejor, por ello mismo (a través de su martirio), Romero
ha ofrecido uno de los testimonios mayores de vida cristiana en el siglo XX. Él
mismo afirmaba, poco antes de morir, sabiendo que podían asesinarle en
cualquier momento (pues nunca aceptó escoltas o medidas extraordinarias de
seguridad, que la gente del pueblo no podía permitirse), que el mayor testimonio de fe en un Dios de Vida
es el testimonio de aquellos que están dispuestos a dar su propia vida.
Desde esta perspectiva, Mons. Romero aparece como
uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Así pudo decir: Como
cristiano, yo no creo en una muerte sin resurrección. Si me matan, yo
resucitaré en el pueblo salvadoreño.