No
hay escapatoria. Una cárcel donde ninguna ventana comunica con el exterior,
donde ningún agujero ofrece un punto de fuga. Esa es la imagen a la que nos
remite la ideología, tal y como nos la
definió Marx en sus primeros
escritos de juventud. La ideología es nuestra manera de pensar, de percibir la
realidad, de estructurar la experiencia que tenemos y, en todo momento, está
definida por los intereses de la
clase dominante. Desde entonces, varias voces han intentado
reinterpretar reescribir y redefinir el fenómeno. De una forma más o menos
drástica, matizada o violenta, Althusser, Gramsci, Marcuse, Adorno, Horkheimer, Benjamin,
Eagleton, Vattimo, Derrida y tantos otros, han profundizado en sus vísceras y
exhumado los ingredientes fundamentales que fermentan lo ideológico.
Uno
de las propuestas más reciente, original y profunda es la del filósofo
esloveno Slavoj Žižek. Siempre a medio
camino entre la burla y el rigor, la socarronería y el tesón, lo bufonesco y lo
adusto, Žižek se introduce como pocos en los engranajes de la ideología. Ahora
bien, en su abordaje, podemos distinguir dos etapas claramente diferenciadas:
la primera, que se inicia preferentemente en su célebre El sublime objeto de la ideología,
a inicios de los noventa del siglo pasado, y la segunda, que se dibuja
paulatinamente a fines de los noventa y se articula estrictamente a inicios del
dos mil con la obra colectiva, que él compila, Ideología. Un mapa de la cuestión.
Si
penetramos en el esqueleto de la ideología, según Žižek, veremos que ésta
siempre tendrá un punto de cinismo. La
ideología es cínica ya que implica un mínimo de conocimiento por parte de sus
integrantes. Es evidente que hay una ignorancia de los verdaderos resortes, de
la dirección de la maquinaría, sin embargo, en el fondo, algo sabemos acerca de
cómo funciona todo. La ideología tiene que pasar desapercibida, debe sustraerse
a todo reconocimiento. Eso es evidente. Si no lo hace, cesa su sortilegio.
Ahora bien, su funcionamiento debe contar con la complicidad de la ciudadanía,
con los favores del sujeto. Y, como no podía ser de otra forma, éste entra en
el lance sin tapujos. Sabe que la realidad social se diferencia de la
estructura ideológica, que existe una brecha entre ambas, pero, incluso y así,
prefiere mantener su ignorancia como base de su existencia social. Es mejor
malo conocido que no bueno por conocer, podríamos añadir. O también, la
ignorancia es la felicidad.
En
cierta manera, esta característica de lo ideológico entronca con la naturaleza
del síntoma, a saber: configuración ritual cuya forma y consistencia implica un
desconocimiento. Dicho en otras palabras, el sujeto goza (en sentido
psicoanalítico-lacanianao) de su síntoma en tanto que implica
necesariamente un no querer
saber. Por ello, puede afirmarse sin ambages que toda ideología es,
en última instancia, sintomática.
No
obstante, este planteamiento, por el momento, no se diferencia en demasía al
que plantea Sloterdijk en su Crítica de la razón cínica. Žižek, a su vez, es
consciente de ello. Lejos de alinearse con su perspectiva, en verdad,
Sloterdijk se va a convertir en el centro de sus diatribas ya que el cinismo
que diagnóstica el pensador alemán conlleva, finalmente, una distancia irónica respecto a lo real. El individuo
reconoce a la perfección el abismo existente entre su existencia efectiva y las
distorsiones ideológicas pero en ningún momento encuentra razones lógicas,
objetivas y racionales para quitarse la máscara ideológica. Para el filósofo
esloveno, por el contrario, la cuestión es mucho más compleja que este cinismo
simplón y le impugna a Sloterdijk que no haya sido capaz de apreciar la carga
delirante que implica la elaboración ideológica, es decir, cómo la fantasía
entra en juego para nutrir el imaginario que organiza la percepción del sujeto.
Para
explicitar dicha fantasía, centremos la atención en la relación mercantil, por
ejemplo. Todos sabemos que detrás de las relaciones mercantiles hay relaciones
intersubjetivas. Es decir, en cualquier transacción hay vínculos entre sujetos
que buscan, en definitiva, una ganancia (económica o de otra naturaleza…). Sin
embargo, en la praxis se actúa como si la
realidad material (dinero, mercancía…) tuviesen una existencia independiente o
bien fuesen la encarnación absoluta de esas relaciones intersubjetivas. De esta
manera los sujetos serían fetichistas de la mercancía, empleando terminología
marxiana, en la práctica pero no en la teoría. Todos sabemos muy bien cómo
funcionan las cosas pero, aun así, actuamos como si no lo supiéramos. Esto da
lugar, en suma, a la fantasía
ideológica, es decir, a la doble ilusión de pasar por alto la
ilusión que define y vertebra nuestra realidad efectiva con la realidad.
De
esta manera, la ideología se sustenta en una fantasía
inconsciente que aglutina la experiencia del sujeto y lo
moviliza según sus intereses. El ciudadano se mueve por ella y cree a pies juntillas en ella. Creencia debemos leerla en términos de vínculos subjetivos,
pero también más allá de lo estrictamente fenomenológico ya que implica siempre
una materialización, una ejecución, una encarnación (tal y como Žižek lo
ejemplifica con los casos del coro en la tragedia griega y las plañideras). Por
todo ello, la creencia se encarga de sostener el
edificio ideológico que regula y determina la realidad social. Sin
ella, la realidad social se desintegraría. No hay que caer en conductismos
absurdos, no obstante. La conducta externa, que también determina la creencia,
es siempre el soporte material, efectivo, del inconsciente. En consecuencia,
hay una esencial imbricación entre inconsciente y acción del sujeto.
La
dimensión básica de lo ideológico, tal y como se ha observado, no es otra que
la construcción de la fantasía que finge ser el soporte material de nuestra
realidad social, cuando en realidad (si es que podemos hablar de realidad en
este sinuoso terreno), es una ilusión que se
encarga de organizar, configurar y decretar la constelación social en la que
creemos insertarnos. La ideología será plenamente efectiva, en consecuencia,
cuando genere en el sujeto la ausencia de fractura entre ella y la realidad
social. Y, cerrando el círculo, esto acontecerá cuando lo ideológico determine
de tal manera la experiencia cotidiana que sólo sea capaz de encontrarse con
sus postulados en la cotidianidad.
Ahora
bien, ¿cómo la ideología es capaz de determinar de esta forma la experiencia
del sujeto?, ¿qué mecanismos entran en juego para distorsionar y, por ende,
deformar la realidad de esta manera? Aquí es donde entra en juego el concepto
lacaniano de punto de
almohadillado (point de caption).
Centremos la atención en él. El espacio social está formado por toda una serie
de elementos que, en el fondo, no tienen ninguna relación entre sí. Hay un
marasmo de variables que definen la realidad. El punto de almohadillado tiene la función de
aglutinar ese caos y dar un sentido a toda esa dispersión de elementos. Es, en
términos lacanianos, el Significante-Amo, el
núcleo, el punto nodal que estructura la diáspora de variables. Como puede
intuirse, la verdadera batalla ideológica se producirá en la lucha por la
imposición de los Significante-Amo que más
interesen.
No
obstante, y para ir finalizando en esta primera concepción acerca de lo ideológico,
debe destacarse que el punto de almohadillado encierra una aparente paradoja
puesto que no se trata de un núcleo de sentido cerrado, estable e inmutable. Su
naturaleza, por el contrario, es performativa, puesto
que su articulación depende, en último término, de los elementos que gravitan
en el espacio. Por ello, su naturaleza no es identificable, su referencia es
absolutamente desconocida. Su estatus ontológico, en efecto, es el de la diferencia: dar un sentido al espacio social pero
eludiendo constantemente todo tipo de identificación simbólica.
¿Cuál
es el punto de almohadillado imperante en la actualidad?
¿Qué punto nodal estructura más íntimamente al sujeto? El imperativo de goce.
Existe un empuje perpetuo a gozar, identificando goce con desenfreno hedonista.
Sin embargo, este imperativo no deja de ser el
corolario de la muerte de Dios. Ahora bien,
lejos de liberarnos de cualesquier barreras, lo que hay en el fondo es
una represión infinita. Aunque parezca paradójico, cuanto
uno más libre se crea de cadenas teológicas, morales, éticas…, más dominado está
el inconsciente por prohibiciones que perpetuamente sabotean el goce. Las
consecuencias de este hecho son evidentes:
… una mirada rápida a nuestro
paisaje moral confirma que resulta mucho más apropiada para describir el
universo de los hedonistas liberales ateos: dedican su vida a la búsqueda del
placer, pero como no hay una autoridad externa que les garantice el espacio de
esa búsqueda, se ven atrapados en una densa red de regulaciones autoimpuestas
políticamente correctas, como si los controlara un superyó mucho más severo que
el de la moralidad tradicional. Se obsesionan con la idea de que, al buscar su
placer, pueden humillar a otros o transgredir su espacio, de modo que regulan
su conducta con normas detalladas para no “acosar” a nadie, por no hablar de la
regulación, igualmente compleja, del cuidado a su persona (estar en forma,
comer sano, vivir en paz…). De hecho, no hay nada más opresivo que ser un
simple hedonista.