60 aniversario
James Bond: Licencia para la eternidad |
Se cumplen 60 años de la aparición de una novela, "Casino Royale", escrita por el británico Ian Fleming, que acababa de crear el que se convertiría en un personaje icónico, sólo superado por el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. Repasamos la figura del escritor, espía de la Inteligencia Naval durante la II Guerra Mundial, y la saga de películas que hicieron del personaje una franquicia millonaria.
Unos inquietos círculos blancos se desplazan de izquierda a derecha. Surge, hacia el centro, uno mayor a través del cual encañonan a un elegante personaje. Gira bruscamente y dispara. La imagen se tambalea y una cortina de sangre tiñe la pantalla, mientras suena la inconfundible melodía de Monty Norman y John Barry.
El mito nació antes, el 17 de febrero de 1952, cuando Ian Fleming comenzó a escribir una novela de espías, Casino Royale, en su mansión Goldeneye (homenaje a Reflejos de un ojo dorado, la obra de Carson McCullers), una paradisíaca residencia en Jamaica. El protagonista respondía al nombre de James Bond. Su clave, 007, le identificaba con “licencia para matar”.
Ian Lancaster Fleming había sido un hombre de mundo. Polifacético y autodidacta, desempeñó multitud de oficios como el de corresponsal para la agencia Reuters o agente de Bolsa. Cuando estalló la II Guerra Mundial fue reclutado por el Servicio de Inteligencia Naval británico, donde trabajó como ayudante personal del director, el almirante John H. Godfrey.
En 1941 voló a Washington en misión secreta con escala en Lisboa. La operación consistía en desplumar a unos jerarcas nazis que jugaban en el casino de Estoril, objetivo que no cumplió, aunque le serviría para recrear este episodio en el duelo Bond-Le Chiffre de Casino Royale.
Terminada la guerra, Ian, soltero recalcitrante, decidió ponerse a escribir para evadirse del shock que le produjo haberse casado a los 43 años, según confesó. La creación de Bond significó una válvula de escape para sus sueños y fantasías. Porque lo cierto es que compartía muchos rasgos con su personaje literario: inglés, aventurero, cosmopolita, sofisticado, seductor, un gentleman y bon vivant, en definitiva, de gustos refinados y, sobre todo, amante de las chicas voluptuosas.
Mientras el nombre de su álter ego lo copió de un ornitólogo, autor de una guía sobre pájaros de la India, las historias surgieron de su experiencia en el espionaje bélico, de donde extrajo multitud de situaciones y personajes, además de la mítica cifra, ya que el prefijo doble cero marcaba los comunicados alto secreto procedentes del Almirantazgo.
Así, 007 no era sino el código diplomático nazi utilizado para los documentos enviados desde Berlín al embajador alemán en Washington que el departamento de Fleming consiguió descifrar.
En 1953 veía la luz en Gran Bretaña Casino Royale. El editor, Jonathan Cape, aceptó publicar la novela porque su autor era hermano de Peter Fleming, un reconocido periodista. Sin embargo, el propio Ian siempre menospreció su obra. Poco orgulloso, definía sus libros del agente 007 como “fantasías de una mente adolescente” que no podían considerarse literatura.
Aunque sea poco conocido, la primera adaptación no fue la del Dr. No. En 1955, la cadena CBS llevó Casino Royale a la televisión. Barry Nelson fue el primer Bond de la pantalla, antes que Connery; el episodio, de una hora, pasó desapercibido. Pero el mundo del celuloide no dejaría escapar en cambio tal éxito editorial. Los productores Harry Saltzman y Albert R. Broccoli adquirieron los derechos de las novelas y, a través de la United Artists, llevaron sus aventuras al cine.
El resto es historia. Para encarnar al protagonista, Fleming se inclinaba por David Niven o Cary Grant. También se barajaron otros nombres prestigiosos: Rex Harrison, Richard Burton, James Mason, James Stewart, Peter O’Toole, Trevor Howard, pero al final, la elección recayó en un escocés desconocido, un modelo situado a años luz del refinamiento de Fleming. Según la leyenda, Broccoli se guió por la opinión de su esposa Dana, quien apostó por la agresiva masculinidad que emanaba Sean Connery.
El 5 de octubre de 1962 se estrenaba en Londres Agente 007 contra el Dr. No (título que sus exhibidores juzgaron estúpido y sin futuro). Contra todo pronóstico, la película tuvo una buena acogida por parte del público. Su argumento bebía de varias tradiciones: los seriales de aventuras (en parajes exóticos), la mitología (griega), los cuentos de caballeros medievales que salvan a hermosas doncellas del dragón, los folletines (con un diabólico oriental que amenaza al mundo). Pero, sobre todo, supuso una revolución en el género de espías.
El habitual realismo y seriedad se tradujo en ironía y fantasía, con rasgos de comedia y ciencia-ficción. Una mezcla acertada (aunque no siempre equilibrada) de intriga, acción, humor, tecnología, violencia y erotismo, en aquel tiempo transgresora.
Como ocurría en las novelas de Fleming, lo que encandiló del espía británico fue su total alejamiento de los cánones del género. James Bond no tenía nada que ver con los otros agentes secretos, literarios o cinematográficos. Ajeno a códigos de honor y consideraciones éticas, el personaje bueno actuaba como el malo. No había diferencias entre el comportamiento de 007 y sus enemigos: podía ser amable, galante y simpático pero, a la vez, despiadado, cínico y asesino.
Aunque desiguales en cuanto a calidad y alcance, todas las películas contienen los elementos franquicia de la saga que ayudaron a engordar el mito cinéfilo: espectacular prólogo seguido de la secuencia del gunbarrel, y los títulos de crédito proyectados sobre sugerentes sombras femeninas con un cuidado tema musical central de fondo. Y todos comparten un esquema similar, en el que prácticamente se repiten las mismas secuencias, con mínimas variaciones: la exhibición de los gadgtes, el encuentro con los esbirros, la revelación de los planes del villano, la partida en el casino…
La saga creó un fenómeno sociológico, emblema de los sesenta, la bondmanía, que no dejaba de ser un reflejo de los anhelos de la sociedad occidental consumista y sus valores de entonces, como podían ser el éxito, el poder, la abundancia, la riqueza y el machismo.
Y por el precio de la entrada, se regalaba al espectador una exhibición de los placeres de este lado del Telón de Acero (lujo, casinos, sexo, tabaco, alcohol). Porque Bond, aristócrata y burgués, además de ser un elitista en sus hábitos y costumbres, es un conservador en sus convicciones políticas.
Anticomunista, su aparición, en plena Guerra Fría, supuso un eficaz vehículo de propaganda y de evasión triunfal: el espía que acababa con todas las conspiraciones secretas, como SPECTRA, trasuntos de alguna manera de la KGB.
Además de lujo y placer, las películas Bond también proyectaban muchos de los anhelos y deseos ocultos del occidental medio. Como funcionario ocupa su lugar en el orden burocrático y es un número, un instrumento al servicio del Gobierno. Vive volcado en una ética del trabajo que condiciona, incluso, su voraz sexualidad.
Pero él puede transformar su anodina existencia, le está permitido escapar de la rutina y el tedio de su oficina -severo jefe, reprimida secretaria- para acceder a aventuras solo factibles al espectador por medio de la evasión imaginaria.
Siguiendo un itinerario digno de psicoanálisis, accede con gran valor a los dominios del villano, se enfrenta a suculentas tentaciones como paraísos y mujeres, mata al oponente, que no es sino su álter ego, y, finalmente, hace estallar todo por los aires para salvar el mundo.
En otro nivel se emparenta además con el recorrido tradicional del héroe, en el que los objetos mágicos, los parajes fantásticos y la bestia son sustituidos fácilmente por sus juguetes tecnológicos, los escenarios exóticos y el genio del mal que amenaza el mundo.
En la mesa de juego, una mujer de rojo pierde a las cartas. A su lado, un hombre con esmoquin inicia conversación:
-Admiro su valor, ¿señorita…?
-Trench, Silvia Trench.
-Y yo admiro su suerte, ¿señor…?
Aparece por primera vez el rostro del mito y pronuncia su frase fetiche:
-Bond, James Bond.
Cincuenta años después, son tres palabras que siguen alimentando los sueños de miles de espectadores.
Daniel F. ÁLVAREZ ESPINOSA
El mito nació antes, el 17 de febrero de 1952, cuando Ian Fleming comenzó a escribir una novela de espías, Casino Royale, en su mansión Goldeneye (homenaje a Reflejos de un ojo dorado, la obra de Carson McCullers), una paradisíaca residencia en Jamaica. El protagonista respondía al nombre de James Bond. Su clave, 007, le identificaba con “licencia para matar”.
Ian Lancaster Fleming había sido un hombre de mundo. Polifacético y autodidacta, desempeñó multitud de oficios como el de corresponsal para la agencia Reuters o agente de Bolsa. Cuando estalló la II Guerra Mundial fue reclutado por el Servicio de Inteligencia Naval británico, donde trabajó como ayudante personal del director, el almirante John H. Godfrey.
En 1941 voló a Washington en misión secreta con escala en Lisboa. La operación consistía en desplumar a unos jerarcas nazis que jugaban en el casino de Estoril, objetivo que no cumplió, aunque le serviría para recrear este episodio en el duelo Bond-Le Chiffre de Casino Royale.
Terminada la guerra, Ian, soltero recalcitrante, decidió ponerse a escribir para evadirse del shock que le produjo haberse casado a los 43 años, según confesó. La creación de Bond significó una válvula de escape para sus sueños y fantasías. Porque lo cierto es que compartía muchos rasgos con su personaje literario: inglés, aventurero, cosmopolita, sofisticado, seductor, un gentleman y bon vivant, en definitiva, de gustos refinados y, sobre todo, amante de las chicas voluptuosas.
Mientras el nombre de su álter ego lo copió de un ornitólogo, autor de una guía sobre pájaros de la India, las historias surgieron de su experiencia en el espionaje bélico, de donde extrajo multitud de situaciones y personajes, además de la mítica cifra, ya que el prefijo doble cero marcaba los comunicados alto secreto procedentes del Almirantazgo.
Así, 007 no era sino el código diplomático nazi utilizado para los documentos enviados desde Berlín al embajador alemán en Washington que el departamento de Fleming consiguió descifrar.
En 1953 veía la luz en Gran Bretaña Casino Royale. El editor, Jonathan Cape, aceptó publicar la novela porque su autor era hermano de Peter Fleming, un reconocido periodista. Sin embargo, el propio Ian siempre menospreció su obra. Poco orgulloso, definía sus libros del agente 007 como “fantasías de una mente adolescente” que no podían considerarse literatura.
Aunque sea poco conocido, la primera adaptación no fue la del Dr. No. En 1955, la cadena CBS llevó Casino Royale a la televisión. Barry Nelson fue el primer Bond de la pantalla, antes que Connery; el episodio, de una hora, pasó desapercibido. Pero el mundo del celuloide no dejaría escapar en cambio tal éxito editorial. Los productores Harry Saltzman y Albert R. Broccoli adquirieron los derechos de las novelas y, a través de la United Artists, llevaron sus aventuras al cine.
El resto es historia. Para encarnar al protagonista, Fleming se inclinaba por David Niven o Cary Grant. También se barajaron otros nombres prestigiosos: Rex Harrison, Richard Burton, James Mason, James Stewart, Peter O’Toole, Trevor Howard, pero al final, la elección recayó en un escocés desconocido, un modelo situado a años luz del refinamiento de Fleming. Según la leyenda, Broccoli se guió por la opinión de su esposa Dana, quien apostó por la agresiva masculinidad que emanaba Sean Connery.
El 5 de octubre de 1962 se estrenaba en Londres Agente 007 contra el Dr. No (título que sus exhibidores juzgaron estúpido y sin futuro). Contra todo pronóstico, la película tuvo una buena acogida por parte del público. Su argumento bebía de varias tradiciones: los seriales de aventuras (en parajes exóticos), la mitología (griega), los cuentos de caballeros medievales que salvan a hermosas doncellas del dragón, los folletines (con un diabólico oriental que amenaza al mundo). Pero, sobre todo, supuso una revolución en el género de espías.
El habitual realismo y seriedad se tradujo en ironía y fantasía, con rasgos de comedia y ciencia-ficción. Una mezcla acertada (aunque no siempre equilibrada) de intriga, acción, humor, tecnología, violencia y erotismo, en aquel tiempo transgresora.
Como ocurría en las novelas de Fleming, lo que encandiló del espía británico fue su total alejamiento de los cánones del género. James Bond no tenía nada que ver con los otros agentes secretos, literarios o cinematográficos. Ajeno a códigos de honor y consideraciones éticas, el personaje bueno actuaba como el malo. No había diferencias entre el comportamiento de 007 y sus enemigos: podía ser amable, galante y simpático pero, a la vez, despiadado, cínico y asesino.
Aunque desiguales en cuanto a calidad y alcance, todas las películas contienen los elementos franquicia de la saga que ayudaron a engordar el mito cinéfilo: espectacular prólogo seguido de la secuencia del gunbarrel, y los títulos de crédito proyectados sobre sugerentes sombras femeninas con un cuidado tema musical central de fondo. Y todos comparten un esquema similar, en el que prácticamente se repiten las mismas secuencias, con mínimas variaciones: la exhibición de los gadgtes, el encuentro con los esbirros, la revelación de los planes del villano, la partida en el casino…
La saga creó un fenómeno sociológico, emblema de los sesenta, la bondmanía, que no dejaba de ser un reflejo de los anhelos de la sociedad occidental consumista y sus valores de entonces, como podían ser el éxito, el poder, la abundancia, la riqueza y el machismo.
Y por el precio de la entrada, se regalaba al espectador una exhibición de los placeres de este lado del Telón de Acero (lujo, casinos, sexo, tabaco, alcohol). Porque Bond, aristócrata y burgués, además de ser un elitista en sus hábitos y costumbres, es un conservador en sus convicciones políticas.
Anticomunista, su aparición, en plena Guerra Fría, supuso un eficaz vehículo de propaganda y de evasión triunfal: el espía que acababa con todas las conspiraciones secretas, como SPECTRA, trasuntos de alguna manera de la KGB.
Además de lujo y placer, las películas Bond también proyectaban muchos de los anhelos y deseos ocultos del occidental medio. Como funcionario ocupa su lugar en el orden burocrático y es un número, un instrumento al servicio del Gobierno. Vive volcado en una ética del trabajo que condiciona, incluso, su voraz sexualidad.
Pero él puede transformar su anodina existencia, le está permitido escapar de la rutina y el tedio de su oficina -severo jefe, reprimida secretaria- para acceder a aventuras solo factibles al espectador por medio de la evasión imaginaria.
Siguiendo un itinerario digno de psicoanálisis, accede con gran valor a los dominios del villano, se enfrenta a suculentas tentaciones como paraísos y mujeres, mata al oponente, que no es sino su álter ego, y, finalmente, hace estallar todo por los aires para salvar el mundo.
En otro nivel se emparenta además con el recorrido tradicional del héroe, en el que los objetos mágicos, los parajes fantásticos y la bestia son sustituidos fácilmente por sus juguetes tecnológicos, los escenarios exóticos y el genio del mal que amenaza el mundo.
En la mesa de juego, una mujer de rojo pierde a las cartas. A su lado, un hombre con esmoquin inicia conversación:
-Admiro su valor, ¿señorita…?
-Trench, Silvia Trench.
-Y yo admiro su suerte, ¿señor…?
Aparece por primera vez el rostro del mito y pronuncia su frase fetiche:
-Bond, James Bond.
Cincuenta años después, son tres palabras que siguen alimentando los sueños de miles de espectadores.
Daniel F. ÁLVAREZ ESPINOSA
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