martes, 2 de abril de 2013




El penúltimo de diez hermanos, el 8 de agosto de 1879 nació Emiliano Zapata, en el Estado de Morelos al sur de Méjico.
Charro entre los charros, desde el principio se iba a enrolar en la Revolución que estallaría al grito de “¡Abajo las haciendas, que vivan los pueblos!”, hasta liderar -con el Plan de Ayala que él dictó para la distribución de tierras y la emancipación campesina del régimen de servidumbre, seis años antes que en la Rusia bolchevique-, a la revolución del sur –como la del llanero Pancho Villa sería la del norte-, aquella que definía el corrido popular:
Viva el general Zapata,
vivan su fe y su opinión,
porque se ha propuesto
morir por la patria,
como yo, por la nación.
Algo anarquista y medio utópico, místico y taciturno, con una aversión física a la política y una profunda devoción religiosa, Zapata se volvió un mito viviente, y su ejército popular una verdadera “liga armada de comunidades”.
A diferencia de otras revoluciones del siglo XX, la de Méjico no fue tanto la expresión de una ideología como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios y conceptos derivados de una teoría política: fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. En este sentido, Pancho Villa y Emiliano Zapata encarnaron, tanto más que una revolución, una revelación. La revelación del rostro oculto de la nación mejicana.
Siempre desconfiado y temeroso del traidor, al que repudiaba por encima de todo, Zapata murió víctima de una traición cuidadosamente maquinada por la brutal tiranía de Victoriano Huerta.
Al mediodía del 10 de abril de 1919 Emiliano Zapata mordería el cebo. Un testigo presencial narraría así la escena: “[Zapata ordenó:] ‘Vamos a ver al coronel y que vengan nada más diez hombres conmigo’. Y montando su caballo, se dirigió a la puerta de la casa de la hacienda. Lo seguimos diez, tal como él ordenara, quedando el resto de la gente muy confiada, sombreándose debajo de los árboles y con las carabinas enfundadas. El clarín tocó tres veces llamada de honor, y al apagarse la última nota, al llegar el general en jefe al dintel de la puerta, de la manera más alevosa, más cobarde, más villana, a quemarropa, sin dar tiempo para empuñar las pistolas, los soldados que presentaban armas [más de un centenar] descargaron dos veces sus fusiles y nuestro inolvidable general Zapata cayó para no levantarse más”.
Sin embargo, muchos años después todavía circulaba la leyenda que el verdadero Zapata había zarpado desde Acapulco y huido a Arabia, leyenda alentada por un corrido popular que decía:
Han publicado, los cantadores,
una mentira fenomenal,
y todos dicen que ya Zapata
descansa en paz en la eternidad.
Pero si ustedes me dan permiso
y depositan confianza en mí,
voy a cantarles lo más preciso,
para informarles tal como vi.
Como Zapata es tan veterano,
sagaz y listo para pensar,
ya había pensado de antemano
mandar otro hombre en su lugar.
Mito y realidad se confunden en esta melancólica, ardiente y esperanzada figura, que murió como había vivido: abrazado a la tierra. Y que, también como la madre tierra, estaba hecho de paciencia y fecundidad, de silencio y esperanza, de muerte y resurrección.

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