El Papa y el Dalái Lama
Santiago Roncagliolio El País
Hace un par de meses fui a ver al Dalái Lama, máxima autoridad del
budismo, en el festival literario de Jaipur, India. El señor resultó ser
lo último que yo esperaba en un líder religioso: simpático. Un tipo
afable, sencillo y con sentido del humor. Respetaba a quienes no
compartían sus creencias, y no pretendía imponer sus ideas a nadie. Al
contrario, defendía la armonía y la búsqueda de la felicidad. Y por
cierto, daba la impresión de ser un tipo bastante feliz. A mí me
entraron ganas de ser budista. O por lo menos, de escuchar a ese hombre
durante un largo, largo rato.
Durante los primeros días del papado de Francisco, me ha embargado la misma sensación. El nuevo pontífice saludó a los periodistas de todo el mundo mostrando “respeto por sus consciencias”, y recibió a líderes ortodoxos y de otras religiones. También atendió a la presidenta Kirchner, a la que antes se había enfrentado. Y en fin, multiplicó los signos de ser un humano, no un dios, y desear que los humanos se entiendan mejor. Qué alivio.
Los más progresistas critican que Francisco se oponga al matrimonio gay o la despenalización del aborto. Personalmente, estoy a favor de ambas cosas, pero, la verdad, no espero que también lo esté el Papa. El líder católico presenta a millones de personas que creen necesario defender la familia tradicional, y no me parece un escándalo que ellos piensen distinto que yo.
Lo que sí me parece un escándalo es que miembros de la Iglesia abusen de niños, que sus superiores oculten los abusos y protejan a sus autores, que se blanquee dinero en el banco del Vaticano, que la curia sea un nido de espías y que, con todo eso, la Iglesia católica pretenda tener alguna autoridad para hablar de moral.
También es impresentable que los obispos se rasguen las vestiduras por temas sexuales y no expresen la misma indignación ante la mano de obra esclava en Brasil, los desahucios en España, los inmigrantes centroamericanos que atraviesan México en condiciones deplorables o los cristianos coptos que sufren persecución en países del Magreb y Oriente Próximo. Con todos esos problemas ahí afuera, lo que haga la gente con su pene no me parece muy grave.
Afortunadamente, fuera del Vaticano también hay otra Iglesia, más callada, pero también más admirable. Como latinoamericano, he visto a muchos sacerdotes entregar su vida a los más pobres, a los que sufren miseria, violencia y abusos, sin esperar recompensa. Algunos han muerto en el intento. Películas como Romero o Elefante Blanco han rendido homenaje a esos sacerdotes anónimos enfrentados a situaciones muy duras sin más armas que su fe.
Los últimos papas habían hecho desaparecer a esos sacerdotes. Juan Pablo II consideraba que cualquiera que trabajase en un barrio marginal era un comunista en potencia. Y Benedicto XVI los escondió bajo toneladas de crímenes sexuales y delitos financieros. En cambio, el papa Francisco, con sus invocaciones a una Iglesia para “los pobres, los enfermos, los extranjeros, los que sufren cárcel”, me recuerda mucho a la manera de hablar de esos curas. Y por cierto, a la de Jesucristo. Si no recuerdo mal las clases de religión, Cristo siempre estaba hablando de los pobres, no de los heterosexuales.
Ojalá no sea sólo carisma y marketing, y Francisco realmente quiera poner al Vaticano al servicio de la gente que lo pasa mal. Eso sería beneficioso para la Iglesia católica, que ganaría autoridad moral. Pero sobre todo sería muy bueno para nuestro conflictivo mundo, que para convivir en paz necesita menos ayatolás y más dalái lamas.
Durante los primeros días del papado de Francisco, me ha embargado la misma sensación. El nuevo pontífice saludó a los periodistas de todo el mundo mostrando “respeto por sus consciencias”, y recibió a líderes ortodoxos y de otras religiones. También atendió a la presidenta Kirchner, a la que antes se había enfrentado. Y en fin, multiplicó los signos de ser un humano, no un dios, y desear que los humanos se entiendan mejor. Qué alivio.
Los más progresistas critican que Francisco se oponga al matrimonio gay o la despenalización del aborto. Personalmente, estoy a favor de ambas cosas, pero, la verdad, no espero que también lo esté el Papa. El líder católico presenta a millones de personas que creen necesario defender la familia tradicional, y no me parece un escándalo que ellos piensen distinto que yo.
Lo que sí me parece un escándalo es que miembros de la Iglesia abusen de niños, que sus superiores oculten los abusos y protejan a sus autores, que se blanquee dinero en el banco del Vaticano, que la curia sea un nido de espías y que, con todo eso, la Iglesia católica pretenda tener alguna autoridad para hablar de moral.
También es impresentable que los obispos se rasguen las vestiduras por temas sexuales y no expresen la misma indignación ante la mano de obra esclava en Brasil, los desahucios en España, los inmigrantes centroamericanos que atraviesan México en condiciones deplorables o los cristianos coptos que sufren persecución en países del Magreb y Oriente Próximo. Con todos esos problemas ahí afuera, lo que haga la gente con su pene no me parece muy grave.
Afortunadamente, fuera del Vaticano también hay otra Iglesia, más callada, pero también más admirable. Como latinoamericano, he visto a muchos sacerdotes entregar su vida a los más pobres, a los que sufren miseria, violencia y abusos, sin esperar recompensa. Algunos han muerto en el intento. Películas como Romero o Elefante Blanco han rendido homenaje a esos sacerdotes anónimos enfrentados a situaciones muy duras sin más armas que su fe.
Los últimos papas habían hecho desaparecer a esos sacerdotes. Juan Pablo II consideraba que cualquiera que trabajase en un barrio marginal era un comunista en potencia. Y Benedicto XVI los escondió bajo toneladas de crímenes sexuales y delitos financieros. En cambio, el papa Francisco, con sus invocaciones a una Iglesia para “los pobres, los enfermos, los extranjeros, los que sufren cárcel”, me recuerda mucho a la manera de hablar de esos curas. Y por cierto, a la de Jesucristo. Si no recuerdo mal las clases de religión, Cristo siempre estaba hablando de los pobres, no de los heterosexuales.
Ojalá no sea sólo carisma y marketing, y Francisco realmente quiera poner al Vaticano al servicio de la gente que lo pasa mal. Eso sería beneficioso para la Iglesia católica, que ganaría autoridad moral. Pero sobre todo sería muy bueno para nuestro conflictivo mundo, que para convivir en paz necesita menos ayatolás y más dalái lamas.
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