martes, 16 de abril de 2013



La Asociación Marcel Légaut nos comunica la actualización de su web. Recomendamos a todos visitarla y conocer mejor la figura de este laico francés (1900-1990) a quien González Faus consideró “el mayor maestro espiritual de occidente” y Torres Queiruga “un gran teólogo sin pretender serlo. En tiempos de crispación y polémica bueno es que cada uno busquemos más autenticidad y libertad como hombres y cristianos.
La fe en uno mismo, en los otros y en quien une a todos los hombres por dentro, que él fomentó en muchos, está en la base de esta tarea de ATRIO, emprendida hace ya cinco años. Y quisiéramos que guiase el futuro de esta página, a pesar de que algunos crean que sólo nos guiamos por militancia ideológica o animadversión hacia la Iglesia y los obispos.
Para comprender mejor con qué claridad y libertad tomaba postura Marcel Légaut frente a los problemas surgidos por los primeros síntomas de involución de la Iglesia, reproducimos este texto, publicado hace casi veinte años en Iglesia Viva, pero de una rabiosa actualidad.
EL TESTIMONIO DE UN CREYENTE
por MARCEL LEGAUT
IGLESIA VIVA, 143/144, setiembre-diciembre de 1989.
A raíz de la famosa Declaración de Colonia [firmada por 170 teólogos y publicada el 26 de Enero de 1989 con el título Contra el tutelaje, por una catolicidad abierta], Marcel Légaut, un hombre espiritual laico, al que es difícil encuadrar porque no es ni filósofo ni teólogo clásico, sino un católico seglar que ha intentado personalizar su fe, haciéndola profunda y coherente, y dando testimonio de ello en sus libros, ha salido a sus casi noventa años de su silencio, y ha manifestado a la opinión pública y a sus obispos su opinión sobre lo que piensa del momento actual de la Iglesia Católica. IGLESIA VIVA, que se adhirió al primero documento, cree oportuno dar a conocer a sus lectores estos dos escrito que demuestran a la vez una profunda fe y una gran libertad.
1. UN CATOLICO A SU IGLESIA
[Texto publicado en el periódico LE MONDE, París, 21-4-1989]
¿Cómo no sentirse solidario de los movimientos de protesta que surgen actualmente en la Iglesia a propósito de las numerosas decisiones arbitrarias de la institución? En el pasado, esa institución se ha mostrado incapaz de preparar al pueblo de Dios para asumir los tiempos difíciles que la Iglesia afronta hoy día. Y son muchas las cuestiones que durante bastante tiempo se han ido eludiendo.
Muchas de las actuales declaraciones son justas y útiles. Pero provienen del interior de los medios católicos. Para que fueran más eficaces convendría que concernieran a un público no solamente católico ni solamente identificado con determinadas corrientes sociopolíticas.
Por ello, creo que, en unión fraterna con otras manifestaciones, sería bueno dirigir una llamada semejante a un público más amplio, al público de Le Monde, católico o no, pues el porvenir de la Iglesia concierne a todo hombre. Es preciso que este movimiento de inquietud y de protesta sea obra de toda persona enamorada de la libertad y de la dignidad, pues la Iglesia, indirectamente, repercute en todo el devenir social y cultural de mi país, incluso más allá.
Las Iglesias deben someterse a revisión constantemente. El pasado del cristianismo no garantiza en absoluto el porvenir de las Iglesias. La fe en Jesús no lleva a afirmar que la Iglesia católica de mañana no será demasiado diferente de la de ayer.
Mi Iglesia, ¿será capaz de afrontar el cambio necesario para no quedar condenada a ser solamente una secta replegada sobre sí misma al abrigo de doctrinas incomprensibles para la mayor parte de los hombres; a diluirse poco a poco en la sociedad que acabará por ignorarla o no ver en ella más que folklore?
Mi Iglesia, ¿quedará reducida, aún sin quererlo reconocer, a una empresa humanitaria a la zaga de organizaciones que, mucho antes que ella y con frecuencia a pesar de ella, se han esforzado por que reine más justicia en el mundo? Ciertamente, la Iglesia se ha visto tentada a actuar en favor de los países del tercer mundo, entre los que espera encontrar con menor esfuerzo doctrinal una acogida más favorable que la de los medios cultivados de Occidente. Pero, a menudo, las posturas doctrinales o las decisiones pastorales de alto nivel contradicen, efectiva y prácticamente, las declaraciones puntuales y teóricas de solidaridad con las causas de los pobres.
¿O, tal vez, se limitará a las festivas liturgias que permiten a los individuos celebrar los grandes momentos de la vida? ¿Se conformará con alimentar a las masas con el regocijo y fiestas de las peregrinaciones y los encuentros multitudinarios?
¿Será necesario que mi Iglesia tenga que pasar por una especie de muerte para que brote de nuevo en ella un verdadero manantial de vida, resurgiendo entre las ruinas acumuladas a lo largo de un lento y continuo derrumbamiento?
Todo induce a temerlo así, al constatar cuánto les cuesta a las autoridades religiosas de mi Iglesia observar la actual situación con seriedad y realismo, reconocer la importancia de las causas que originan la crisis y tener en cuenta, a este efecto, los nuevos conocimientos, técnicas y condiciones de vida.
En cambio, ¡con qué seguridad, sin hacerse cargo de sus dimensiones, aborda cuestiones cada vez más complejas! ¡Con qué resolución, teñida de violencia, rehúsa confiar en los cristianos que intentan encontrar solución a los problemas radicalmente nuevos! ¡Con qué altanería les trata cuando no aceptan plegarse a la manera de pensar y al comportamiento disciplinado del pasado! ¡Qué derroche al rechazar tan buenos servidores que, con frecuencia, se cuentan entre los mejores!
Este despilfarro por parte de mi Iglesia la conduce insensible e ineluctablemente a una mediocridad generalizada, a pesar de la presencia en ella de algunas grandes y sólidas personalidades. Para preparar el porvenir, las autoridades actuales no saben hacer otra cosa que volverse hacia el pasado que les formó y les ha promovido, un pasado del que provienen y del que permanecen prisioneros. ¡Así mueren todas las aristocracias!
Por otro lado, el pueblo cristiano ¡con qué facilidad abandona el seguimiento de quienes le gobiernan y tratan de tranquilizar a la vez que se tranquilizan ellos mismos! ¡Cómo, de su ceguera y optimismo, hace ocasión de ejercitar la fe y la esperanza!
Sin duda alguna, en un futuro más o menos próximo los creyentes que permanezcan en el cristianismo deberán vivir su fe en el aislamiento. En esa situación de diáspora algunos de ellos se reencontrarán en espíritu y en verdad. Reunidos en nombre de Jesús, sufriendo juntos al contemplar en qué estado de pobreza cultural y espiritual se encuentra su Iglesia, sin desesperar, recibirán de El un futuro más digno para el Evangelio.
El don de una nueva forma de otear el porvenir les será concedido a estos seres creyentes y fieles para quienes Jesús es el Viviente que muestra a todo hombre y mujer el camino a descubrir para realizarse en su humanidad, Y si, por desgracia, mi Iglesia, momificada por un conservadurismo materialista traicionara su misión, serán tan fuertes las reacciones que conseguirán que nunca se desvanezca la repercusión espiritual provocada por Jesús. No, ¡nunca desaparecerá la presencia activa, el recuerdo activo de Jesús!.
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II. SE APROXIMA LA HORA
[Carta dirigida a los obispos de Francia y publicada posteriormente en Temoignage Chretien, nº 2363, el 23-10-1989]
Como indica la carta con que justificaba la publicación del texto aparecido con mi firma en el periódico Le Monde del 21 de abril, me siento obligado a escribiros con objeto de haceros llegar la lista de personas que se han adherido a mi escrito. Su número es relativamente modesto [1.500 firmas]. Pero su calidad es digna de tenerse en cuenta por la importancia de las letras que en muchos casos acompañaban el boletín de adhesión.
Una de las razones que nos impulsó a mis amigos y a mí a continuar en nuestro proyecto después de la análoga iniciativa de Témoignage Chrétien fue la de mostrar que las reacciones provocadas por las actuales medidas autoritarias no correspondían tan sólo a un público determinado, bien caracterizado por su orientación social y política, sino a gente perteneciente a todos los sectores de la sociedad. Personalmente me he esforzado en redactar un texto que, diciéndolo todo con claridad y sin atenuar nada de cuanto pretendía afirmar, fuera lo más irenista posible, ya que no se trata de una contestación sistemática, más o menos heredera de la mentalidad del 68, como algunos podrían estar tentados de sospechar a fin de restarle importancia.
Se trata de cristianos comprometidos con su fe, aunque muchos de ellos sean reticentes en su manera de practicar. Reconozco también que he aprovechado la ocasión para ampliar el debate sin limitarlo a las dificultades actuales, por importantes que sean, insistiendo en la necesidad de un cambio real de la Iglesia para que cumpla su misión en el mundo siguiendo a Jesucristo y según su espíritu.
La insatisfacción peor aún, el pesimismo es la nota dominante en la abundante y bien cuidada correspondencia que me ha llegado.
En este sentido, un buen número de estos escritos me reprocha la vinculación en vano, añaden, por otra parte al servicio de una Institución que, a su parecer, está condenada a desaparecer o, al menos, a reabsorberse en una especie de secta finalmente sin relevancia social ni política.
Por mi parte pienso que si el recuerdo de Jesús permanece vivo en los espíritus para continuar todavía cuestionando a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, ha sido gracias a la Iglesia empírica tal como ha existido en el pasado; y que, sin prejuzgar las formas que revestirá en el futuro, es actuando en la Iglesia mientras ella lo tolere, y no abandonándola, como mejor se la puede ayudar a inventar a su tiempo la manera de seguir viviendo con la mayor fidelidad al Evangelio y del modo más adecuado a su misión.
Vivir, así, en la Iglesia no supone tranquilidad. Más bien es fuente de sufrimiento e inquietudes tales que la fe y la esperanza no pueden agotar. Esto les confiere una dimensión cercana a lo imposible.
Cuando analizo el enorme cambio de maneras de pensar provocado por la autocrítica que la ciencia ha debido y sabido hacer respecto a las certidumbres de antaño por otro lado tan enraizadas en la mentalidad y sensibilidad de las personas , lo que le ha permitido un desarrollo hasta hace poco inconcebible, me interrogo con ansiedad sobre las posibilidades que tiene la Iglesia actual de hacer otro tanto con objeto de aprovechar al máximo los modernos conocimientos y encontrar así el medio de iluminar y proyectar su mensaje.
De hecho, la Iglesia proclama de tal modo la intangibilidad de su enseñanza y de sus leyes ¡que ha llegado a atribuirles autoridad divina, haciéndolas el fundamento de la fe!
La autocrítica es, por tanto, indispensable para que la Iglesia sea creíble y no solamente audible en las sociedades en que el universo mental de las personas ha quedado profundamente transformado por los progresos de la ciencia y de la técnica. Gracias a los modernos conocimientos y a la luz de la inteligencia espiritual que desarrolla a lo largo de los años la vida de fe, esta autocrítica es posible.
Se trata de una obra de ciencia rigurosa y de animosa reflexión, imaginación y creación, en la que el espíritu crítico se encuentra en contradicción con el espíritu de síntesis: perfecta lucha dialéctica que cadencia la vida del creyente, basculando entre la credulidad alimentada por el conformismo y la avidez de concordismo, y el rechazo racionalista que todavía endurece más la violenta reacción de quienes sienten miedo y defienden apasionadamente su seguridad.
Sin embargo, ¿quién se atreve, realmente, a consagrarse a este quehacer tan capital para el porvenir de la humanidad? Ello supone comprometer la vida hasta perderla incluso, sin ningún género de dudas. Los creyentes que recientemente se han esforzado en trabajar en la reforma intelectual de la Iglesia han sido censurados y con frecuencia condenados. Quienes, en cambio, mundanos y cortesanos, pretendieron reducir los cambios a meros retoques formales han sido objeto de consideración y celebridad.
Pero se aproxima la hora en que, ante la urgencia y el abismo previsibles, algunos cristianos tendrán que asumir riesgos y peligros, por fidelidad, so pena de faltar a su deber; incluso los situados más arriba, a pesar de sus cargos… Porque, si no, ¿qué es lo que mantendría unidos a su Maestro a estos verdaderos discípulos?
No es normal que un anciano escriba estas cosas a un obispo, pero dada la ocasión la aprovecho a sabiendas de lo inusual algunos dirán ridículo del caso. Por una vez, ¿es posible hablar de hombre a hombre? Vuestras cargas y responsabilidades, monseñores, son de tal envergadura que me parecen difíciles de asumir correctamente vistas las enormes dimensiones del cambio que precisa la Iglesia y las habituales condiciones en que se ejerce vuestra función. Sería vano añadir más. Y yo no sería honesto si dijera menos. Así, pues, sólo el silencio puede concluir este encuentro inhabitual por una y otra parte, un silencio abierto a la espera…
[Traducción: IGLESIA VIVA
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