sábado, 22 de junio de 2013

El «Punto Dios» en el cerebro

La base fisiológica de la espiritualidad

Leonardo BOFF


Por todas partes notamos hoy una gran efervescencia religiosa. Después de difamada, perseguida y condenada a desaparecer por parte de las modernas ideologías que negaban a Dios y la transcendencia, desde el Iluminismo, culminando en el marxismo, la religión resistió a todo, y ahora retorna vigorosamente. No sin ambigüedades, que deben ser criticadas. Pero el fenómeno es innegable. Parece que los seres humanos se han cansado de los bienes materiales, exaltados por la propaganda, y también del exceso de racionalidad, que domina toda nuestra cultura y nuestras profesiones.
Ya se dijo muy bien que el ser humano está poseído por dos hambres: la de pan, que es saciable, y la de belleza, transcendencia y de lo sagrado, que es insaciable. Es en esta segunda hambre donde se sitúa la religión y todos los caminos espirituales. Han surgido en la historia y vuelven una y otra vez para atender a esta hambre insaciable
Hoy día la dimensión espiritual y religiosa se ha reforzado considerablemente, a partir del mundo de las ciencias de la vida. La religión no es algo restringido a las instituciones religiosas, ni resulta algo opcional. Las religiones no tienen su monopolio. Lo espiritual, incluso lo místico, tienen una base biológica. Por eso es por lo que están presentes en todos los seres humanos. Negados o afirmados, siempre están ahí, porque pertenecen a nuestra constitución en cuanto humanos. Es lo que los científicos han llamado “punto Dios” en el cerebro.
Es algo permanente, que siempre está en actividad cuando buscamos el sentido de la vida, cuando tenemos una experiencia de amor, de solidaridad, de profunda paz y comunión con todas las cosas. Es lo que nos hace entrar en diálogo orante con Dios.
Las religiones del mundo son formas de expresar, mediante ritos, comportamientos y doctrinas, ese «punto Dios». Todas tienen ese «algo» en común. Pero las expresiones varían según las culturas. Tomar en serio el «punto Dios» en el cerebro, nos permite ver la unidad de fondo de todas las religiones, más allá de sus legítimas diferencias.
Tal constatación nos permite valorar toda esta ola de misticismo y religiosidad que permea nuestra cultura e inunda los medios de comunicación de masas como la radio y la televisión. La religión nos ofrece instrumentos para que espiritualicemos nuestras vidas más allá de aquello que las religiones e iglesias constituidas nos puedan ofrecer. Veamos los principales datos de esta nueva visión científica.
Es sabido que un frente avanzado de las ciencias de hoy es el estudio del cerebro y de sus múltiples inteligencias. Se ha llegado a resultados relevantes para entender el fenómeno. Los estudios destacan tres tipos de inteligencia. La primera es la intelectual, el famoso CI o Cociente Intelectual, al que se le dio tanta importancia durante todo el siglo XX. Es la inteligencia analítica, por la que elaboramos conceptos y hacemos ciencia. Con ella organizamos el mundo, los Estados, las empresas, todo tipo de burocracia, y solucionamos problemas objetivos.
La segunda inteligencia es la emocional, popularizada especialmente por el profesor de Harvard, sicólogo y neurocientista David Goleman, con su conocido libro La inteligencia emocional, (CE=Cociente Emocional).
Empíricamente ha demostrado lo que era convicción de toda una tradición de pensadores, desde Platón, pasando por san Agustín y san Buenaventura, y culminando en Freud: la estructura de base del ser humano no es la razón (logos), sino la emoción (pathos). Somos, fundamentalmente, seres de pasión, empatía, compasión y amorosidad. De hecho, sólo nos movilizamos cuando combinamos el CI con el CE.
La tercera es la inteligencia espiritual. Su reconocimiento, con características científicas, deriva de investigaciones muy recientes, a partir de 1990, realizadas por neurologistas, neuropsicólogos, neurolingüistas y técnicos en magnetoencefalografía (que estudian los campos magnéticos y eléctricos del cerebro). Según ellos, existe en nosotros -de un modo empíricamente verificable- otro tipo de inteligencia llamado espiritual (CEs = Cociente Espiritual). Por esa inteligencia captamos los contextos mayores de nuestra vida, rompemos creativamente los límites, percibimos unidades y nos sentimos insertos en el Todo, volviéndonos sensibles a valores, a cuestiones del sentido de la vida y a temas ligados a Dios y a la transcendencia.
Esa conciencia tiene su base biológica en las neuronas. Se ha constatado que todas las neuronas implicadas en una experiencia consciente oscilan coherentemente a 40 hertzios. Cuando los lóbulos temporales del cerebro son sometidos a una excitación que aumenta esa frecuencia, desencadenan una experiencia espiritual de exaltación, de inmensa alegría y de felicidad, como la de quien está delante de una Presencia...
Se ha observado que siempre que se abordan temas religiosos, Dios, o los valores que conciernen al sentido profundo de las cosas, no superficialmente sino con un compromiso sincero y profundo, se produce una excitación que va más allá de los normales 40 hertzios.
Por eso, neurobiólogos como Persinger y Ramachandran, y la física cuántica Danah Zohar han bautizado esa región de los lóbulos temporales como el «punto Dios» (véase el libro de D. Zohar, Inteligencia espiritual, Plaza Janés, Barcelona 2001). Otros prefieren hablar de la «mente mística» (mystical mind). La existencia de este «punto Dios» representa una ventaja evolutiva de nuestra especie homo sapiens. Sería la única depositaria de esta cualidad neuronal por la que captamos la presencia de Dios en el Universo.
No significa que Dios esté sólo en ese punto del cerebro... Dios empapa toda la realidad. Pero el «punto Dios» es un órgano interno por el que reconocemos su presencia en todo y en nosotros.
Así como la evolución discurrió de tal forma que produjo en nosotros varios órganos -ojos para ver, olfato para oler, oídos para oír, tacto para sentir, boca para comer y hablar...- y con todos estos órganos internalizamos el universo hacia dentro de nosotros, igualmente creó esta capacidad interna que nos da acceso a Dios.
Si es así, en términos de proceso evolutivo podríamos decir: el universo evoluciona, en miles de millones de años, para producir en el cerebro humano el instru-mento por el que es posible captar la Presencia de Dios que siempre estaba en el Universo, aunque no era perceptible porque faltaba una conciencia adecuada. La espiritualidad pertenece a lo humano, y no es monopolio de las religiones. Más bien, las religiones son como traducciones históricas del «punto Dios».
Pero no basta constatar el «punto Dios» en el cerebro. Como todo lo vivo, ha de ser alimentado y activado continuamente. Eso se hace, sobre todo, volviéndonos hacia dentro de nosotros mismos y dialogando con nuestro Centro y con lo Profundo que hay en nosotros. Ese diálogo lleva a escuchar mensajes que la conciencia envía, mensajes de solidaridad, de amor, de comprensión, de perdón y de cuidado para con todas las cosas. Esa actitud genera serenidad y paz y da sentido a la exis-tencia. Es una irradiación del «punto Dios» activa-do.
Nuestra cultura no facilita esta profundización hacia el interior. Todo está dirigido hacia afuera, ocupa y distrae para que no se encuentre consigo misma.
Pertenece a la naturaleza del «punto Dios» el abrirnos a dimensiones cada vez más amplias, hacernos ver los contextos mayores de nuestra vida y permitirnos descubrir el hilo conductor que une y religa todas las cosas. Sólo así cobran sentido y dejan de ser una secuencia aleatoria de sentimientos y sensaciones superficiales.
El «punto Dios» alimenta nuestra resistencia a hacer el mal y nos fortalece en la realización del bien y de todo tipo de valores, especialmente aquellos que implican apertura al otro, protección de la vida, sobre todo de la más vulnerable, compasión, perdón y amor incondicional.
Por fin, debemos incorporar una actitud orante y meditativa. O sea: debemos colocarnos ante Dios no como quien está al borde de un abismo aterrador, sino como en compañía de un padre o de una madre bondadosos, sintiéndonos acogidos como un niño que se percibe en la palma de la mano de Dios. Entonces podremos hablarle con confianza, agradecerle tantos dones, suplicarle luz para nuestras búsquedas, o simplemente entregarnos a Él/Ella sin palabras, en un silencio lleno de su presencia.
Me permito decir que yo mismo he desarrollado un camino, basado en la tradición de los cristianos del siglo II del norte de Egipto, que se combina también con los métodos del zen-budismo. Lo he llamado «camino de la simplicidad». Se trata de abrirse a la Luz de lo Alto, que viene sobre nuestra cabeza, penetra todo nuestro cuerpo, activando los puntos de concentración de energía que los orientales llaman «chacras», penetra cada poro de nuestro ser, transfigurando, aliviando, curando y abriéndonos a la Luz Beatísima que es el Espíritu Santo, como lo llama el himno litúrgico de Pentecostés (Meditación de la Luz: el camino de la simplicidad, Dabar 2010). El efecto de esta activación del «punto Dios» es una paz profunda que sólo puede venir de Dios, pues nos integra con nosotros mismos, nos sintoniza con nuestro corazón, nos abre a los otros y a Dios mismo.
Hoy más que nunca necesitamos esta espiritualidad para hacer una travesía feliz en un tiempo tan cargado de contradiciones, conflictos y amenazas a la vida humana y a la Tierra, nuestra Casa Común.
Leonardo BOFF
Petrópolis RJ, Brasil

El «Punto Dios» en el cerebro

La base fisiológica de la espiritualidad

Leonardo BOFF


Por todas partes notamos hoy una gran efervescencia religiosa. Después de difamada, perseguida y condenada a desaparecer por parte de las modernas ideologías que negaban a Dios y la transcendencia, desde el Iluminismo, culminando en el marxismo, la religión resistió a todo, y ahora retorna vigorosamente. No sin ambigüedades, que deben ser criticadas. Pero el fenómeno es innegable. Parece que los seres humanos se han cansado de los bienes materiales, exaltados por la propaganda, y también del exceso de racionalidad, que domina toda nuestra cultura y nuestras profesiones.
Ya se dijo muy bien que el ser humano está poseído por dos hambres: la de pan, que es saciable, y la de belleza, transcendencia y de lo sagrado, que es insaciable. Es en esta segunda hambre donde se sitúa la religión y todos los caminos espirituales. Han surgido en la historia y vuelven una y otra vez para atender a esta hambre insaciable
Hoy día la dimensión espiritual y religiosa se ha reforzado considerablemente, a partir del mundo de las ciencias de la vida. La religión no es algo restringido a las instituciones religiosas, ni resulta algo opcional. Las religiones no tienen su monopolio. Lo espiritual, incluso lo místico, tienen una base biológica. Por eso es por lo que están presentes en todos los seres humanos. Negados o afirmados, siempre están ahí, porque pertenecen a nuestra constitución en cuanto humanos. Es lo que los científicos han llamado “punto Dios” en el cerebro.
Es algo permanente, que siempre está en actividad cuando buscamos el sentido de la vida, cuando tenemos una experiencia de amor, de solidaridad, de profunda paz y comunión con todas las cosas. Es lo que nos hace entrar en diálogo orante con Dios.
Las religiones del mundo son formas de expresar, mediante ritos, comportamientos y doctrinas, ese «punto Dios». Todas tienen ese «algo» en común. Pero las expresiones varían según las culturas. Tomar en serio el «punto Dios» en el cerebro, nos permite ver la unidad de fondo de todas las religiones, más allá de sus legítimas diferencias.
Tal constatación nos permite valorar toda esta ola de misticismo y religiosidad que permea nuestra cultura e inunda los medios de comunicación de masas como la radio y la televisión. La religión nos ofrece instrumentos para que espiritualicemos nuestras vidas más allá de aquello que las religiones e iglesias constituidas nos puedan ofrecer. Veamos los principales datos de esta nueva visión científica.
Es sabido que un frente avanzado de las ciencias de hoy es el estudio del cerebro y de sus múltiples inteligencias. Se ha llegado a resultados relevantes para entender el fenómeno. Los estudios destacan tres tipos de inteligencia. La primera es la intelectual, el famoso CI o Cociente Intelectual, al que se le dio tanta importancia durante todo el siglo XX. Es la inteligencia analítica, por la que elaboramos conceptos y hacemos ciencia. Con ella organizamos el mundo, los Estados, las empresas, todo tipo de burocracia, y solucionamos problemas objetivos.
La segunda inteligencia es la emocional, popularizada especialmente por el profesor de Harvard, sicólogo y neurocientista David Goleman, con su conocido libro La inteligencia emocional, (CE=Cociente Emocional).
Empíricamente ha demostrado lo que era convicción de toda una tradición de pensadores, desde Platón, pasando por san Agustín y san Buenaventura, y culminando en Freud: la estructura de base del ser humano no es la razón (logos), sino la emoción (pathos). Somos, fundamentalmente, seres de pasión, empatía, compasión y amorosidad. De hecho, sólo nos movilizamos cuando combinamos el CI con el CE.
La tercera es la inteligencia espiritual. Su reconocimiento, con características científicas, deriva de investigaciones muy recientes, a partir de 1990, realizadas por neurologistas, neuropsicólogos, neurolingüistas y técnicos en magnetoencefalografía (que estudian los campos magnéticos y eléctricos del cerebro). Según ellos, existe en nosotros -de un modo empíricamente verificable- otro tipo de inteligencia llamado espiritual (CEs = Cociente Espiritual). Por esa inteligencia captamos los contextos mayores de nuestra vida, rompemos creativamente los límites, percibimos unidades y nos sentimos insertos en el Todo, volviéndonos sensibles a valores, a cuestiones del sentido de la vida y a temas ligados a Dios y a la transcendencia.
Esa conciencia tiene su base biológica en las neuronas. Se ha constatado que todas las neuronas implicadas en una experiencia consciente oscilan coherentemente a 40 hertzios. Cuando los lóbulos temporales del cerebro son sometidos a una excitación que aumenta esa frecuencia, desencadenan una experiencia espiritual de exaltación, de inmensa alegría y de felicidad, como la de quien está delante de una Presencia...
Se ha observado que siempre que se abordan temas religiosos, Dios, o los valores que conciernen al sentido profundo de las cosas, no superficialmente sino con un compromiso sincero y profundo, se produce una excitación que va más allá de los normales 40 hertzios.
Por eso, neurobiólogos como Persinger y Ramachandran, y la física cuántica Danah Zohar han bautizado esa región de los lóbulos temporales como el «punto Dios» (véase el libro de D. Zohar, Inteligencia espiritual, Plaza Janés, Barcelona 2001). Otros prefieren hablar de la «mente mística» (mystical mind). La existencia de este «punto Dios» representa una ventaja evolutiva de nuestra especie homo sapiens. Sería la única depositaria de esta cualidad neuronal por la que captamos la presencia de Dios en el Universo.
No significa que Dios esté sólo en ese punto del cerebro... Dios empapa toda la realidad. Pero el «punto Dios» es un órgano interno por el que reconocemos su presencia en todo y en nosotros.
Así como la evolución discurrió de tal forma que produjo en nosotros varios órganos -ojos para ver, olfato para oler, oídos para oír, tacto para sentir, boca para comer y hablar...- y con todos estos órganos internalizamos el universo hacia dentro de nosotros, igualmente creó esta capacidad interna que nos da acceso a Dios.
Si es así, en términos de proceso evolutivo podríamos decir: el universo evoluciona, en miles de millones de años, para producir en el cerebro humano el instru-mento por el que es posible captar la Presencia de Dios que siempre estaba en el Universo, aunque no era perceptible porque faltaba una conciencia adecuada. La espiritualidad pertenece a lo humano, y no es monopolio de las religiones. Más bien, las religiones son como traducciones históricas del «punto Dios».
Pero no basta constatar el «punto Dios» en el cerebro. Como todo lo vivo, ha de ser alimentado y activado continuamente. Eso se hace, sobre todo, volviéndonos hacia dentro de nosotros mismos y dialogando con nuestro Centro y con lo Profundo que hay en nosotros. Ese diálogo lleva a escuchar mensajes que la conciencia envía, mensajes de solidaridad, de amor, de comprensión, de perdón y de cuidado para con todas las cosas. Esa actitud genera serenidad y paz y da sentido a la exis-tencia. Es una irradiación del «punto Dios» activa-do.
Nuestra cultura no facilita esta profundización hacia el interior. Todo está dirigido hacia afuera, ocupa y distrae para que no se encuentre consigo misma.
Pertenece a la naturaleza del «punto Dios» el abrirnos a dimensiones cada vez más amplias, hacernos ver los contextos mayores de nuestra vida y permitirnos descubrir el hilo conductor que une y religa todas las cosas. Sólo así cobran sentido y dejan de ser una secuencia aleatoria de sentimientos y sensaciones superficiales.
El «punto Dios» alimenta nuestra resistencia a hacer el mal y nos fortalece en la realización del bien y de todo tipo de valores, especialmente aquellos que implican apertura al otro, protección de la vida, sobre todo de la más vulnerable, compasión, perdón y amor incondicional.
Por fin, debemos incorporar una actitud orante y meditativa. O sea: debemos colocarnos ante Dios no como quien está al borde de un abismo aterrador, sino como en compañía de un padre o de una madre bondadosos, sintiéndonos acogidos como un niño que se percibe en la palma de la mano de Dios. Entonces podremos hablarle con confianza, agradecerle tantos dones, suplicarle luz para nuestras búsquedas, o simplemente entregarnos a Él/Ella sin palabras, en un silencio lleno de su presencia.
Me permito decir que yo mismo he desarrollado un camino, basado en la tradición de los cristianos del siglo II del norte de Egipto, que se combina también con los métodos del zen-budismo. Lo he llamado «camino de la simplicidad». Se trata de abrirse a la Luz de lo Alto, que viene sobre nuestra cabeza, penetra todo nuestro cuerpo, activando los puntos de concentración de energía que los orientales llaman «chacras», penetra cada poro de nuestro ser, transfigurando, aliviando, curando y abriéndonos a la Luz Beatísima que es el Espíritu Santo, como lo llama el himno litúrgico de Pentecostés (Meditación de la Luz: el camino de la simplicidad, Dabar 2010). El efecto de esta activación del «punto Dios» es una paz profunda que sólo puede venir de Dios, pues nos integra con nosotros mismos, nos sintoniza con nuestro corazón, nos abre a los otros y a Dios mismo.
Hoy más que nunca necesitamos esta espiritualidad para hacer una travesía feliz en un tiempo tan cargado de contradiciones, conflictos y amenazas a la vida humana y a la Tierra, nuestra Casa Común.

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