EMIL CIORAN Y DIOS
Hay que ser un clásico en vida para poder conservar de forma permanente e
ilimitada el espíritu de la contradicción y, al tiempo, ser capaz de tejer una
obra no solo de una profunda belleza, sino también de una perenne coherencia
dentro del caos. Es, entre otros muchos rasgos, lo que enmarcó al personaje y
la obra de Emil Cioran (Rășinari,
Rumanía, 1911-París, 1995).
Un pensador tan atormentado como sarcástico y un escritor tan capaz de lo
profundo como de lo aéreo: cuestión de fondo y forma, cuestión de sabiduría y
de estilo en la aproximación a las cuestiones básicas de la existencia,
incluido Dios ya sea como verdad, como duda o como mentira. La publicación por
vez primera en español de la versión íntegra y directamente traducida del
rumano de Lágrimas y santos (Hermida Editores), el gran libro religioso de
Cioran, es una de las grandes noticias de este regreso al nuevo curso para los
lectores en general y para los enemigos de las inamovibles certezas en
particular.
La traducción de este libro incómodo y digamos no excesivamente fácil
(ríspido de verdad en algunos tramos) corre a cargo del argentino afincado
desde hace más de 30 años en España Christian Santacroce.
Lo menos que puede decirse es que sabe de lo que habla. Hace ya muchos años que
Santacroce leyó en la Universidad de Salamanca su tesis sobre la dimensión
religiosa de la obra de Emil Cioran. El presidente de aquel tribunal
calificador es la persona que más y mejor ha conocido e interpretado no solo
los escritos del Cioran, sino al propio autor: Fernando Savater, que
resume así en tres líneas el vaivén conceptual del escritor y la cuestión que
aquí importa: “Cioran fue siempre un pensador religioso… lo que pasa es que es
un religioso contrariado. Nunca le perdonó a Dios que no existiera”.
Savater aparca las correcciones de su artículo del fin de semana y regresa
–eterno retorno- a Cioran con motivo de Lágrimas
y santos, un abrumador ejercicio filosófico
sobre lo trascendente y alrededores: “El tema de lo trascendente, de lo
absoluto, etcétera, es su tema prioritario, sin duda. En un momento dado, Cioran
se da cuenta de que ha perdido la vieja relación que tenía de joven con la
religión, y ya no sabe cómo compensarlo. De joven fue alguien con una fe ciega
en lo absoluto, y por eso se acercó no solo a Dios sino a movimientos que
perseguían ese ideal absoluto como la Guardia de Hierro, primero,
y los nazis después: porque tenía ese afán de algo definitivo, y porque fuera
de eso todo le resultaba tambaleante, pútrido”.
En este libro, Cioran, hijo de un
sacerdote ortodoxo rumano y lector compulsivo de Nietschze, de Schopenhauer y
de Kant, da rienda suelta a sus devaneos a veces conmovedores y a veces
terribles, en torno a Dios, Jesucristo, los santos y la experiencia mística
(que dice haber probado en sus largas noches de insomnio). Cioran escribe Lágrimas y santos en rumano entre 1936 y 1937, mientras era profesor de Filosofía y
Lógica en un instituto de la ciudad de Brasov, y publica el libro en 1937, año
en el que abandonaría Rumanía para establecerse en París. Llevaba más de un año
sumergido en la lectura de Shakespeare, de la vida de los santos –a quienes
parece aborrecer- y de místicos como Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz
–a quienes confiesa adorar-. Tenía 25 años y era una pequeña celebridad, pues
ya había publicado títulos que siguen siendo esenciales en su obra como En
las cimas de la desesperación o El libro de las quimeras. La publicación del libro solo le trajo problemas personales: su familia
se aparta de él, y uno de sus mejores amigos, el también escritor Mircea Eliade, le ataca
con dureza.
“La vida no es sino una constante crisis religiosa, superficial en los
creyentes, perturbadora en los que dudan”, escribe Cioran, que persigue en
teoría el ideal de santidad (“¿llegaré algún día a ser tan puro que no pueda
reflejarme sino en las lágrimas de los santos?”) pero que en la práctica no
soporta a estos enviados especiales de Dios: “Todo habría sido mejor sin los
santos. Nos habríamos ocupado cada quien de lo suyo y estaríamos contentos con
nuestras imperfecciones. Su presencia, en cambio, provoca complejos de
inferioridad, desprecio y envidias inútiles. El mundo de los santos es un
veneno celestial”.
En opinión de Christian Santacroce, traductor de la obra, “la visión de
Cioran de la existencia y todo lo que él expresa en torno a ella viene de un
sentimiento religioso, aunque continuamente paradójico. Su sentimiento de la
existencia está constantemente saltando de un polo a otro, de la negación a la
afirmación… puede que fuera una persona religiosa a pesar de sí mismo”.
La edición de Lágrimas
y santos que el próximo lunes llegará a las
librerías rescata la versión original e íntegra de la obra. La versión en
español que podía leerse hasta hoy se basaba en una traducción francesa
realizada en los años 80 a partir de las numerosas amputaciones que el propio
Cioran aplicó a su libro. “Cortó muchas cosas del escrito original, creo yo,
por una especie de reparo hacia el público francés”, explica Santacroce, “no
creía que el lector francés fuera a comprender bien ese desgarro de tipo
religioso”.
En su opinión, el Cioran francés no es el rumano: “Se ha estilizado para
poder presentarse a su nuevo público. Es un autor que utiliza mucho más la
ironía y el sarcasmo, pero sobre todo con respecto a sí mismo. Y eso incluye
sus reflexiones acerca de la religión. El Cioran rumano, el de juventud, es
mucho más insolente y arrogante, y ese es precisamente el encanto de esa etapa
de su obra”, argumenta el traductor. Y coincide en su visión de las cosas con
Fernando Savater, que matiza: “Lo que diferencia a los libros de la primera
época de Cioran, los de su etapa rumana, es que son más crudos, más
desesperados y sin bromas alrededor”.
En Cioran, contradicciones y vaivenes conceptuales y filosóficos, todos.
Bromas, en efecto, pocas. Sirva como demostración este martillazo hacia el mismo
Dios que, pocas páginas antes, había adorado: “La creación del mundo no tiene
otra explicación que el temor de Dios a la soledad. En otros términos, nuestro
rol, el de las criaturas, no es otro que distraer al Creador. Pobres bufones del absoluto…”.
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