EL EVANGELIO DE LA PAZ
Víctor Rey
El término “paz” aparece unas cien veces en el Nuevo Testamento. Por ese solo hecho, nos muestra que es un
concepto de importancia fundamental para la comprensión del Evangelio y la vida
de las iglesias.
Las Escrituras nos dicen que Dios es un Dios de Paz; que Cristo es
Señor de Paz. El profeta le llamaba al
Mesías esperado el “Príncipe de paz”; el fruto del Espíritu de Dios es paz y
vivir en el Espíritu es justicia, paz, y gozo en el Espíritu Santo.
El Evangelio de Paz abre la posibilidad de una nueva relación con Dios,
que se convierte en realidad en la medida en que vivimos en una nueva relación
con nuestros semejantes. En esta
comunidad las diferencias y las barreras que separaran a los hombres son
superadas: nacionalismos, racismos, prejuicios basados en diferencias de sexos,
espíritu de competitividad económica, diferencias culturales, religiosas y
sociales que contribuyen a actitudes de superioridad de parte de unos y de
inferioridad de parte de otros. Por lo
tanto podemos decir que la paz está en el mismo corazón de la vida que vivimos
y del mensaje que proclamamos los cristianos.
En la Biblia
la paz no es simplemente la ausencia de guerra o violencia. Tampoco es el mero equilibrio entre partes
encontradas, ni mucho menos el antiguo concepto romano de destrucción y
exterminio de toda oposición. La paz
bíblica incorpora ideas positivas de salud, bienestar y prosperidad. Se trata de un asunto cultural: una sociedad
nueva, un mundo nuevo (1 Pedro 3:13), que se basa en la justicia, el respeto a
los derechos humanos, la solidaridad, la democracia, la amistad, entre
personas, comunidades, pueblos y naciones.
¿Qué es lo que contribuye a la paz?
Tenemos que reflexionar sobre las cosas que traen la paz. Una de ellas es sin duda la justicia: “El
efecto de la justicia será la paz y la labor de la justicia, reposo y seguridad
para siempre” (Isaías 32:17). La
concepción bíblica de la paz (Shalom) se caracteriza por una relación de
bienestar, respeto y justicia del ser humano con Dios, sus semejantes y la
naturaleza, de acuerdo con la voluntad de Dios, el creador. Sin embargo, la realidad concreta es
experimentada como una ruptura de ese orden saludable. El ser humano causa la ruptura, pero simultáneamente
se convierte en víctima.
Institucionalizado un orden injusto y ausente de paz, la ruptura divide
a las personas en beneficiarias y víctimas, en opresores y oprimidos. El propio Dios se compromete a restablecer la
paz en la historia de su pueblo, colocándose al lado de los que sufren y son
marginados. En Jesucristo se puso a
nuestro lado y se hizo “nuestro hermano” de manera definitiva y suprema. Al mismo tiempo, compromete a que quienes le
sigan, guiados por la visión “utópica” de una paz plena, se transformen en
personas “sedientas y hambrientas de justicia” y en “constructoras de la paz”
(Mateo 5:6-9). Un lugar privilegiado
para luchar en pro de la paz, de la justicia y de la preservación de la
naturaleza, está constituido por los crecientes movimientos sociales,
ecológicos y populares. Para las
iglesias deriva de ahí, como prioridad, en su educación y práctica para la paz,
la formación de la conciencia política, la elaboración de materiales de
carácter popular y el apoyo a los movimientos con las finalidades
delineadas. En estos se insertan
también, más allá de las fronteras eclesiásticas institucionales, los propios
movimientos cristianos por la paz en la perspectiva del “shalom bíblico”.
En conclusión podemos decir que la vida es el bien mayor del ser
humano, y que no se goza de ella sin la paz.
Es la Paz
la que encamina y solidifica la comprensión de Dios, como un Dios amoroso, que
concedió a su Hijo para que aprendiéramos a ser hijos de Dios y colaboradores
en la construcción del Reino.
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