DIETRICH
BONHOEFFER Y LA RELIGION
Víctor Rey
Hace unos
días atrás conversando con unos estudiantes del Servicio de Estudios de la
Realidad (SER), opinábamos acerca de la vida cristiana y uno de ellos manifestó
que el mejor ejemplo de un cristiano en este tiempo, era la vida y obra de
Dietrich Bonhoeffer. Y acto seguido cito
su frase sobre la fe madura y la
relación con Dios: “Un Dios que existe, no es Dios”. Esta afirmación nos hizo discutir e
intercambiar muchas opiniones que nos enriquecieron y nos dimos cuenta de la
pertinencia de su pensamiento y de cómo le haría bien a las iglesias conocer
más su teología para así renovar la vida cristiana.
Una de las
cosas que más me atrae de Bonhoeffer es que no sólo se percata de la
complejidad y ambigüedad de la realidad, sino que como buen protestante,
desconfía de la religión, es decir, del esfuerzo por llegar a Dios con la ayuda
únicamente de la razón y de la voluntad humana. Ya se ha percatado de la trampa
en que incurre el hombre religioso al buscar un Dios todopoderoso que venga en
su auxilio en el momento en que las dificultades le asedian y al que rechaza
cuando se presenta débil y frágil. Es,
por tanto, un hombre que sabe que Dios no es aquel que cumple todos nuestros
deseos, sino quien realiza todas sus promesas.
Dios, como
hipótesis de trabajo, está siendo desplazado progresivamente de nuestro
conocimiento y de nuestra vida en un mundo que se ha hecho mayor de edad. Cada
vez es más cierto que las cosas marchan también sin “Dios” y, además, lo hacen
tan bien como antes. “El mundo adulto es más ateo y, por tanto, está
posiblemente más cerca de Dios que el mundo no adulto”. La cuestión que
inevitablemente brota es aquella que pide clarificar cómo es posible hablar de
Dios sin religión, es decir, sin las premisas temporalmente condicionadas de la
metafísica, de la interioridad y de otras mediaciones clásicas.
El recurso a
las mismas cuestiones últimas (la muerte, la culpa) están dejando de serlo, a
pesar de que los “retoños secularizados de la teología cristiana”, es decir,
los filósofos existenciales y los psicoterapeutas se esfuerzan, inútilmente,
por colocar los perniciosos temas de una supuesta desesperación interior allí
donde hay salud, fuerza, seguridad y sencillez. Los mismos pastores han
intentado conservar a Dios en el ámbito de lo personal, de lo íntimo y privado
por entender que era el lugar en el que el adulto ilustrado era más vulnerable.
La verdad es que el hombre normal – cuya vida transcurre entre el trabajo y el
hogar y otras escapadas accesorias - no tiene tiempo para ocuparse de estos
asuntos ni para considerar su felicidad, aunque sea modesta, como “miseria”,
“inquietud” y “desgracia”. De igual manera, tampoco vale el reclamo -propio de
la Edad Media- a la heteronomía y al clericalismo que le es anejo. Un retroceso
de tal calado solo puede ser el resultado de sacrificar la honestidad
intelectual.
Estas
maneras de proceder contra la modernidad y su mayoría de edad -sentencia Bonhoeffer-
le producen una vergüenza insuperable porque son absurdas, innobles y, también,
no cristianas, además de un chantaje que solo sirve a los intereses de los
mediocres. Dios, gritará desde la cárcel, no puede ser introducido de
contrabando en cualquier lugar secreto de la condición humana. Jesús no empezó
convirtiendo a cada hombre en un pecador y en una conciencia desdichada sino
que, más bien, lo sacó de tal situación de postración. La posición correcta es
aquella que, sencillamente, encuentra y ama “a Dios en aquello que nos da a
cada instante”, ya sea el disfrute o la desgracia. “En los hechos mismos está
Dios”. Por eso, les dice a sus padres en la navidad de 1943 que la miseria, el
sufrimiento, la pobreza, la soledad, el desamparo y la culpa tienen un
significado muy diferente ante los ojos de Dios que en el juicio de los
hombres. ¿Dónde radica la diferencia? En que “Dios se vuelve precisamente hacia
el lugar de donde acostumbra apartarse el hombre”.
Esto es algo que un preso -prosigue un poco
más adelante- lo comprende mucho mejor que cualquier otra persona. Bonhoeffer irá descubriendo cómo es capital
abandonar al Dios que él llama “tapagujeros” y que emerja otro imaginario más
ajustado a lo que sabemos del Jesús histórico. El silencio religioso del mundo
adulto: “ante Dios y con Dios, vivimos sin Dios” Todas las constataciones
aportadas hasta el presente no son más que indicios de un dato mayor, cada día
más irrefutable: el tiempo presente está irremediablemente marcado por la
adultez que ha alcanzado el ser humano y el mundo. El ilustrado se vale por sí
mismo y no necesita de la hipótesis Dios. Es más, la autonomía del hombre y del
mundo constituyen la meta del pensamiento. Esto es algo que se puede apreciar
en los asuntos científicos, artísticos, políticos y éticos, pero también en los
teológicos.
Si ésta es
la situación actual ¿dónde queda sitio para Dios?, ¿cómo hay que relacionarse
con Él? Bonhoeffer ve la dificultad de la empresa que se encierra en estas
preguntas. Sin embargo, la dificultad de
la empresa no le sume en el silencio. Sabe, por lo menos, que la solución no
pasa por usar la psicoterapia o la filosofía existencial como precursores de
Dios. Tampoco pasa por desacreditar al hombre a causa de la “mundanidad”
alcanzada, sino por confrontarle con Dios a partir de su lado fuerte. Pasa, más
bien, por reinterpretar los conceptos teológicos de tal manera que no presupongan
“¿Quién puede cultivar despreocupadamente en nuestro tiempo la música o la amistad,
jugar y solazarse? No será por cierto el hombre ‘ético’, sino tan solo el
cristiano” Solo así se puede responder
al reto que supone un mundo adulto y sólo así la misma fe será entendida mucho
mejor, es decir, como un encuentro que significó la inversión de todos las
valoraciones humanas.
La respuesta
adulta pasa, en definitiva, por reconocer que hemos de vivir en el mundo aunque
no existiese Dios. La mayoría de edad lleva a reconocer la singularidad de la
relación con Dios: “Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que
logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos
abandona (Mc 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis
de trabajo Dios, es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios
y con Dios vivimos sin Dios. Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del
mundo. Dios es impotente y débil, y precisamente sólo así está Dios con
nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 indica claramente que Cristo no nos ayuda por su
omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos”.
Sólo este
Dios es el que puede ayudarnos ya que sólo Él es quien adquiere poder y sitio
en el mundo gracias a su impotencia. Esta es, por tanto, la radical inversión
que ha de experimentar el cristianismo y lo que le diferencia del paganismo ya
que se pasa de pedir ayuda a un dios todopoderoso a ayudarle en su pasión, a
sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios. Así
pues, se ha de vivir “mundanamente”, es decir, sin Dios y participar, de esta
manera, en su sufrimiento. Tal participación – y no el acto religioso – es lo
que forja un cristiano. En definitiva, Jesús no llama a practicar una nueva
religión sino a la vida: “si amas a Dios atente al mundo… Si queréis buscar la
eternidad servid al tiempo”.
La elocuente
palabra de un cristianismo “arreligioso”: espera activa y contemplación
compasiva. Bonhoeffer proclama con esta
propuesta teológica su voluntad de encontrar a Dios no en los límites, sino en
el centro mismo de la condición humana; no en las debilidades, sino en la
fuerza; no en la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno
de los seres humanos; no en lo que se ignora, sino en lo que se conoce; no en
lo irresoluble, sino en lo solucionado; no en la enfermedad, sino en la salud.
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