A 45 años del Golpe de Estado en Chile
Víctor Rey
En
marzo de 1973 había entrado a la Universidad de Concepción, para estudiar
filosofía. Con un amigo tomamos el tren desde Santiago que nos llevó esa
noche a la universidad, cuna del Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(MIR). Yo era militante de ese movimiento que estaba más a la izquierda
de la Unidad Popular. Íbamos a aportar nuestro granito de arena a esta
revolución a la “chilena”, con sabor a empanadas y vino tinto. Muy
pronto, pasó ese semestre y se vino esa mañana gris y amarga del golpe de
Estado en contra del Gobierno de Salvador Allende, el martes 11 de septiembre
de 1973. Esa mañana despertamos del hermoso sueño de construir un mundo mejor,
se nos acabó la ingenuidad y comenzó la pesadilla que duró 17 años. Ese
día cambió la historia de Chile, y dejó de ser ese país de hermanos para
convertirse en un país de enemigos, que hasta hoy no logra cicatrizar sus
heridas. ¿Qué pasó en Chile y entre los chilenos? ¿De dónde salieron todos esos
demonios y fantasmas que no conocíamos? ¿Dónde estaban las iglesias en ese
tiempo?
Han
pasado 45 años de esa mañana fatídica en la cual despertamos los chilenos con
el ruido de tanques, botas, disparos y aviones huwker hanter apuntando al
centro de la democracia y teniendo como blanco el palacio de la Moneda.
Lamentablemente, la herida sigue abierta y no se ha producido la anhelada
reconciliación de la sociedad chilena.
Hace
cuatro décadas los altos mandos de las Fuerzas Armadas cometieron graves
delitos de sublevación y rebelión al derrocar a un gobierno legalmente
constituido y suspender la Constitución. De forma paralela, instauraron un
régimen dictatorial con una feroz represión. Ni los ejecutores del golpe, ni
los civiles con los que se conjuraron, han sido juzgados y hasta ahora reina la
impunidad.
El
régimen cívico-militar, que duró 17 años, liquidó el proyecto de socialismo
democrático e instauró una dictadura que fue un laboratorio en la aplicación de
políticas neoliberales en el mundo reduciendo el rol del Estado, privatizando
lo máximo posible, haciendo hasta de la educación y de la salud simples
mercancías. Una de las consecuencias fue ampliar las desigualdades, siempre a
favor de los más poderosos.
Llama
la atención que, en nuestro país, los años de la Unidad Popular no sean muy
conocidos ni reivindicados, más bien han sido denigrados, mientras que Salvador
Allende -con razón- ha ganado en prestigio y es mucho más valorado. Sin
embargo, la gran obra de Allende es, precisamente, la Unidad Popular. Las
fuerzas políticas que participaron de ese proyecto no lo han reivindicado, en
parte -seguramente- porque hoy ya no tienen esas posiciones revolucionarias de
transformación de la sociedad, puesto que ni siquiera plantean, por poner un
solo ejemplo, la nacionalización del cobre.
Con
el paso del tiempo, resalta aún más la figura de Allende y su clarividencia.
Basta recordar su discurso sobre el comienzo de la globalización neoliberal en
la ONU el 4 de diciembre de 1972, criticando “el poder y el accionar de las
transnacionales, cuyos presupuestos superaban al de muchos países… Los Estados
aparecen interferidos en sus decisiones fundamentales -políticas, económicas y
militares- por organizaciones globales que no dependen de ningún Estado y que
no responden ni están fiscalizadas por ningún parlamento, por ninguna
institución representativa del interés colectivo”.
Quisiéramos
destacar el compromiso y la fidelidad de Allende, hasta su muerte, con las
causas sociales y políticas de los más pobres y, al mismo tiempo, su realismo
político, su capacidad de agitar, de educar y sobre todo de unir fuerzas en
torno a un programa popular, dirigiendo ese gigantesco movimiento que llevó al
pueblo al gobierno en 1970.
Hay
que recuperar la memoria de un presidente que hizo de la ética su más alto
valor, que murió en el bombardeado del palacio de La Moneda, recalcando su
combate por un socialismo democrático y revolucionario. Allende no es un simple
mártir, no se debe olvidar que bajo el gobierno de la Unidad Popular, Chile recuperó
el cobre, profundizó la reforma agraria, defendió la enseñanza pública y
gratuita, creó el área social de la economía, promovió la participación popular
en las decisiones. Con Allende los chilenos recuperaron la dignidad.
Desde
luego que la Unidad Popular cometió errores, y Allende actuó a veces con cierta
ingenuidad, pero los errores no justifican, en ningún caso, el golpe de Estado,
que fue un crimen contra el pueblo y la democracia. Como ha quedado demostrado,
la Unidad Popular y Allende fueron víctimas de las transnacionales, del imperio
estadounidense, de los grandes empresarios chilenos y de la traición de los
militares golpistas. Jamás se debe confundir a las víctimas con los verdugos,
nunca el error de una víctima justifica el crimen contra ella.
Punto
aparte es señalar la participación de las iglesias en este proceso. La Iglesia
Católica apoyó en un primer momento el Golpe de Estado, luego retrocedió al ver
la tremenda violación a los Derechos Humanos y, junto a otras organizaciones
religiosas, formaron el Comité Por la Paz para ir en ayuda de las familias y
víctimas de la represión. Más adelante, se destacó en la creación de la
Vicaría de la Solidaridad que fue el baluarte de la defensa de la vida. Por su
parte, las iglesias evangélicas, desde un primer momento, apoyaron el Golpe a
través del Consejo de Pastores que emitió una declaración de apoyo en el año
1974 y que fue difundida a través de todos los medios en un acto realizado en
el Edificio Diego Portales, sede en ese entonces de la Junta de Gobierno.
Además, cada año ofrecía un culto especial, llamado Te Deum evangélico, donde
participaba Augusto Pinochet y su gabinete en pleno. Esta fue la página
negra en la historia de los evangélicos. Existieron excepciones, una de las
cuales estuvo a cargo de la Confraternidad Cristiana de Iglesias (CCI) y otros
grupos más pequeños de iglesias e instituciones cristianas como el Círculo de
Reflexión y Estudios Evangélicos (CREE), que promovieron la reflexión y la
acción de jóvenes con una visión crítica de la sociedad y del papel de las
iglesias.
Creo
que los cristianos y las iglesias todavía tienen mucho que aprender en las
relaciones entre Iglesia y Estado. La tentación del poder siempre está presente
y la ingenuidad en las aventuras políticas está latente. Muchos sectores en las
iglesias evangélicas han crecido bajo la seducción del poder, y los
representantes y políticos evangélicos no han dado los mejores ejemplos. La
Iglesia siempre debe ser contestaria y profética. Esta dimensión siempre
debe estar presente en el mensaje cristiano. Algo anda mal cuando los
gobernantes de turno se sienten cómodos con la Iglesia.
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