CHILE DESPERTÓ
Víctor Rey
El viernes 18 de octubre viajé a Santiago y mi amigo Jaime Vejar me
recogió en el aeropuerto. De inmediato
me comentó que la ciudad se encontraba convulsionada y que el metro no estaba
funcionando y que las reuniones que tendríamos quizás serian suspendidas ya que
la gente no podría movilizarse. En los días siguientes me encontré con diversas
manifestaciones de protestas la mayoría pacíficas en la Plaza de Armas, la
Plaza Ñuñoa, la Plaza Italia y la Alameda principal avenida de Santiago. Con mi
amigo Rubén Pávez participé en varias de estas manifestaciones, así que pude
formarme una visión de esta crisis social que hoy envuelve a Chile y que
todavía no tiene un desenlace. Trato
aquí de explicar las causas y las soluciones posibles.
Chile vive una verdadera explosión social. Inicialmente un grupo de
estudiantes llamó a evadir los torniquetes del metro para oponerse al aumento
de las tarifas y logró paralizar completamente la ciudad de Santiago. Ello se
extendió velozmente hasta que en un solo día dos millones de personas, un
millón y doscientos mil sólo en Santiago, marcharon pacíficamente por las
calles del país agitando reivindicaciones sociales y políticas largamente
anheladas y expresadas por años en múltiples manifestaciones pacíficas que
nunca fueron escuchadas.
En medio, violencia de grupos extremos minoritarios, atentados
coordinados contra símbolos del crecimiento económico y de expansión social
como el Metro, saqueos de delincuentes, respuesta represiva del Estado con
Estado de Emergencia, los militares a cargo del orden público, dolorosas
muertes y violaciones masivas a los derechos humanos por parte de agentes del
Estado. Chile, un país en llamas, suspensión de la APEC y de la CPO 25 que eran
signo de un rol de confianza de la comunidad internacional en la estabilidad
del país.
Un gobierno
sobrepasado por los acontecimientos, incapaz de reaccionar - por su propio ADN,
su visión neoliberal y la falta de toda empatía con la indignación ciudadana -
frente a las masivas protestas y que inicialmente solo fue capaz de recurrir a
las respuestas tecnocráticas, casi burlescas, y a la represión.
Una izquierda, también sobrepasada, sin rol en el origen ni en el
despliegue de las manifestaciones espontáneas, sin liderazgos ni
interlocutores, coordinadas por las redes sociales, e incapaz de asumir un rol de Estado frente
al desvanecimiento de este y de canalizar el descontento, entre otras cosas
porque ha gobernado por 24 años y es parte del problema, hacia una salida
social y política reconocida como válida por los manifestantes y la ciudadanía
en general.
Explosiones sociales de esta naturaleza, masivas e incontrolables porque
en su versión pos moderna se auto convocan y no tienen una referencia
partidista o gremial, ni pertenecen a un solo sector social y a una sola
ideología o visión cultural, se producen, y basta una gota que rebalse el vaso
como ocurrió con el alza del pasaje del metro en Chile, el decreto de alza de
la gasolina en Ecuador o en el lejano Líbano con el impuesto al wasap, cuando
se conjugan la ruptura de la cohesión social, el atrincheramiento y desconexión
de la elite político empresarial con el resto de la sociedad, la total
desconfianza en todos los partidos políticos y en las instituciones, es
decir, cuando la crisis de
representatividad es tan aguda que la población decide representarse a sí misma
y no acepta mediaciones ni liderazgos de ninguna naturaleza. Cuando el común
denominador es la indignación.
La mayoría de Chile está indignada. La incertidumbre, que es una
característica del mundo actual, penetra en todo el tejido social por las bajas
remuneraciones, el endeudamiento con el cual se sostiene una parte importante
de la movilidad social alcanzada en estos 30 años, las bajas pensiones de un sistema como las AFP que ha fracasado, la
inequidades en la salud pública, el alto costo de la vida donde casi todo vale
más que en el resto del continente, la falta de seguridad frente al aumento de la delincuencia y de la
presencia de los grupos narcos en los barrios, la sordera y
desconexión de un gobierno y de una elite política que creía vivir en un oasis
y que en cambio descubre tardíamente que esto se parece más a un pantano que va
poco a poco hundiendo a la población a un creciente desmejoramiento de su
calidad de vida y ,sobretodo, de las expectativas de alcanzar, a través del
mercado que es el medio que impone el capitalismo neoliberal, un mejor
horizonte para las familias.
Se desmorona un modelo basado en la promesa de que el crecimiento
económico por si mismo podría brindar mayores oportunidades, sobre todo cuando
el crecimiento se detiene por las fracturas globales de la economía, que ha
mantenido altos índices de desigualdad, la mayor de los países de la APEC, y
donde los verdaderos beneficiados son ese 1% de los poderosos que perciben el 33%
de la riqueza y altísimas utilidades en servicios de interés público que son
privados y cuando el 50% de la población percibe alrededor de 400 mil pesos
mensuales.
Se quiebra así definitivamente un contrato social que ya no responde a
las nuevas exigencias de una sociedad interconectada, más informada, con mayor
educación, con capacidad de organizarse en redes por si misma y que ya no
acepta más la inequidad, los abusos de los grandes grupos económicos que
caracterizan a un pacto que no representa los intereses de la mayoría de los
chilenos y no solo de los pobres o de las capas medias vulnerables. De allí la
sorprendente transversalidad de las protestas y el altísimo grado de adhesión a
ellas.
Pero se quiebra también el contrato político, basado en una transición
de la dictadura a la democracia que permitió la subsistencia de una
Constitución de origen y contenido autoritario y que pese a las modificaciones
del 2005, que recién después de 15 años logró sacar los mayores enclaves
autoritarios y devolver a los militares a los cuarteles, mantiene su
ilegitimidad y los signos de una democracia tutelada por el modelo neoliberal
que ha subsistido, por los intereses de los grupos económicos que siempre han
presionado contra los cambios no solo económicos sino también políticos, por un
amplio sector de la derecha política que ha defendido el legado pinochetista y
no ha salido plenamente del bulbo autoritario y con instituciones anquilosadas,
restrictivas, alejadas de la pluralidad y de la diversidad cultural y normativa
del siglo XXI.
Por tanto, para dar una salida a una protesta social que puede
continuar, reencenderse y agigantarse, incluso hacerse más violenta, porque la
rabia empuja sicológicamente a la violencia incluso a personas que no lo son
corrientemente, en cualquier momento, asemejando a la consigna de los
indignados españoles “si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir”, se
requieren soluciones de fondo y ahora.
Hay que terminar,
en primer lugar, con los templos del modelo neoliberal, las AFP y las ISAPRES.
Hay que reestructurar un modelo económico que tiene las menores tasas
impositivas de la OCDE para mejorar la distribución del ingreso.
Hay que avanzar a un modelo con un Estado presente en la economía que
defienda a la población de los excesos, regule y controle directamente algunos
de los sistemas sociales que hoy son privados, es decir fin al Estado subsidiario establecido en la
actual Constitución.
Hay que construir un modelo de desarrollo sustentable, que proteja el
medio ambiente, moderno, innovador, que salga solo de la matriz extractiva y se
despliegue en una economía de mayor valor agregado.
Pero también, hay que instalar una nueva Constitución que represente a
todos los chilenos. Esta es una exigencia política pero también de sentido, los
países se desarrollan cuando tienen, aún en la necesaria diversidad ideológica
y en la competencia de opciones de poder, objetivos y un norte común.
Una nueva Constitución que nazca de un contrato no sólo con los
políticos y el Parlamento sino esencialmente con la sociedad y en la cual ella
intervenga en su génesis y aprobación.
Lo primero, es
plebiscitar si la sociedad quiere una nueva Constitución. A la vez, el
mecanismo con el cual ella se formula.
La derecha debe dar prueba, en medio de las protestas, que no se queda
en el pasado, que es capaz de enfrentar un proceso de democratización de la
sociedad, demostrar que tiene propuestas culturales y normativas que la alejen
de lo que hoy defienden : la herencia constitucional de la dictadura.
Si ello, ocurre, tendremos un país mejor porque nos cotejaremos en el
ámbito de las opciones democráticas sin tutelajes de ninguna naturaleza.
Con ello, sin letra chica, se puede dar una salida democrática a la
crisis social que ha desbordado el statu quo.
Se puede con ello también aislar a la violencia, a los grupos
violentistas políticos que creen que destruyendo el Metro, o enfrentando con
molotov a la fuerza pública o quemando un hotel destruyen el sistema.
A los delincuentes,
dentro de ellos probablemente también los narcos, que están organizados
esperando las grandes aglomeraciones para incendiar y saquear.
A quienes despliegan la ideología de la violencia que finalmente
ensucian las movilizaciones de los millones que protestan pacíficamente y
causan daño a los más pobres.
Ninguna connivencia con la violencia, ella debe ser combatida con los
instrumentos que el estado de Derecho establece y con el rechazo de la propia
ciudadanía. Sin embargo, la violencia no es solo un tema de orden público, es
también un fenómeno social a través de la cual grupos buscan visibilizarse,
constituirse en una expresión en un mundo que los ha marginalizado.
Por ello, para
identificar a estos grupos, se requiere trabajo de inteligencia preventiva, que
Chile no tiene, y una mayor capacidad operativa en territorio de las policías.
Pero también políticas sociales y culturales que permitan que, al menos,
la frustración generacional que existe y tiene motivaciones políticas, se
encauce en un contexto de mayor diálogo e inserción en una sociedad que brinde
a todos mayores oportunidades.
Los jóvenes que promueven, bajo la ideologización o la frustración, la
violencia no son extraterrestres, son parte de nosotros, a veces nuestros hijos
o hijos de nuestros amigos, nuestros alumnos, no están ubicados solo en un
estrato social porque la frustración no es solo un fenómeno de marginalidad
económica sino también de exclusión cultural, de afectividad, de sentimientos,
de horizonte.
La duda, es si el gobierno, porque es el que tiene los instrumentos para
propiciar los cambios, tendrá el coraje político, social y el compromiso
democrático para avanzar en estas reformas estructurales o recurrirá al
gatopardismo esperando que todo se calme en la desidia y el cansancio y sin
mirar que esta sociedad de millones movilizados estará alerta y que el próximo
estallido puede arrasar con todo lo que defiende y creen.
Creo que leer ahora al filósofo polaco Zygmunt Bauman y su libro “La
sociedad líquida”, nos ayudará a entender lo que está pasando hoy en Chile, en
América Latina y en el mundo. Estamos en
medio de una crisis global que afecta toda la sociedad, la civilización y todas
sus instituciones. Asistimos a la crisis
de la modernidad y Chile hoy es un pequeño ejemplo de este fenómeno.
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