EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL
CÓLERA O LA VIDA SIN
LÍMITES
Víctor Rey
Mi encuentro con
esta novela de Gabriel García Márquez, se produjo de forma casual. Había
llegado hace algunas semanas a estudiar Comunicación Social en la Universidad Católica
de Lovaina en Bélgica, y estaba aburrido de leer textos en francés. Un amigo, médico costarricense que también
estaba haciendo estudios de postgrado en esa universidad me prestó el libro con
una condición: "solamente por una semana". Primeramente me pareció rara la condición, pero mi amigo me dijo: "Usted tomará
este libro y no descansará hasta que lo termine" y así fue. Lo leí en menos de una semana. Hace un tiempo atrás a una amiga en Chile le
comenté este hecho, hizo la prueba y le sucedió lo mismo. No pudo dejar de lado la novela del Gabo.
"Aprovecha
ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran
toda la vida". Este consejo de
Tránsito Ariza a su hijo Florentino pudo y puede ser la de cualquier nana al
muchachito de casa acomodada o de mamá modesta a su propio vástago adolescente
postrado en cama con mal de amores.
Florentino perdió el
habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la
cama. La ansiedad se le complicó con
dolores de estómago y vómitos verdes, perdió el sentido de orientación y sufría
desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado ya no se parecía
a los desórdenes del amor, sino a los estragos del cólera.
Pero el padrino,
homeópata, al auscultar al ahijado, tras un examen al enfermo, ni afiebrado ni
con dolor concreto, sino con una necesidad urgente de morir, comprobó, una vez
más, que los síntomas del amor son los mismos del cólera.
Gabriel García
Márquez, en "El amor en los tiempos del cólera" (Ed. Sudamericana,
1985), vuelve a armar historias con ternura, precisión, magia, sentido del
humor y profundo conocimiento del alma, tripas, corazón, machismo, feminismo,
miserias y sublimidades de un rincón latinoamericano del mundo.
Que la trama se teja
en una ciudad oceánica y ribereña de la Colombia de García Márquez -como es el caso de la
novela- o en cualquier punto del continente, que bien podría ser Chile, da
exactamente lo mismo para sentirnos en familia con sus páginas. Y tan orgullosos de los que por allí transitan, como el poquita cosa de
Florentino y su madre Tránsito Ariza- "una cuarterona libre con un
instinto de la felicidad malograda por la pobreza". Así, nada cuesta entender por qué al rey de
Suecia se le reía sola la cara cuando le entregó el Nobel a Gabriel García
Márquez, que vestía entero de blanco y con la clásica guayabera. Tal cual como saliendo de Macondo o de esta
actual ciudad junto al Magdalena y al mar, donde todo se sabía inclusive antes
que fuera cierto. La ciudad de los
valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores con cuarenta grados
a la sombra, donde hasta los ladrones podían resultar tan peculiares, que al
despoblar toda una casa, mientras la propietaria hacía el amor con Florentino
Ariza, dejaron escrito a brocha gorda en el muro del salón desierto: "Esto
les pasa por andar tirando".
Porque Florencio-
dado que los seres humanos no nacen para siempre el día que sus madres los
alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí
mismos- hizo el amor clandestinamente con incontables pajaritas, durante los
cincuenta y nueve años, nueve meses y cuatro días que transcurrieron desde el
rechazo sin apelación de Fermina
Daza. Pero no hubo olvido para
ese amor platónico, largo, sostenido por correspondencia y miradas furtivas,
aunque decisivamente contrariado. Pese a
que ella, también por carta, alcanzó a dar el sí, "siempre que no me hagan
comer berenjenas", con una seriedad enamorada que tampoco se alteró cuando
una cagada de pájaro cayó sobre la primera carta amorosa entregada bajo los
árboles del parquecito que la novia solía cruzar camino del colegio. Total aquello era de buena suerte, como dijo
entonces Florentino, impasible a lo que no fueran sus sentimientos. Tal como los concibió su padre, quien antes de
nacer él escribió en un cuaderno: "Lo único que me duele de morir es que
no sea de amor". Sin embargo,
apenas si vio al hijo ilegítimo de la mujer que lo inspiró tanto y que concibió
sobre el escritorio de alguna oficina mal cerrada en una tarde de bochorno
dominical, mientras la esposa del infiel oía en su casa los adioses de un buque
que nunca se fue. Familia de próceres
fluviales, buques y corrientes, eran juguetes del antojo fantástico de los
antecesores por el lado paterno de Florentino Ariza, al cabo de su casi sesenta
años de espera amorosa, también pudo poner un buque, con bandera amarilla del
cólera, a navegar toda la vida, llevando su anhelada Fermina Daza a bordo.
De otra manera no
habría sido posible aquel viaje lunático de dos abuelos percudidos que,
saltándose el arduo calvario de la vida conyugal, parecieron haber ido sin más
vueltas al grano del amor. Un amor
tranquilo y sano luego que Fermina antes de embarcarse fuera al cementerio de la Manga y reconciliarse con el
marido muerto. Frente a su cripta, soltó
los justos reproches que tenía atragantados, contó pormenores del viaje y se
despidió hasta muy pronto.
"Hace medio
siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes,
y ahora nos la quieren repetir porque somos demasiados viejos",
confidenció la entrañable Fermina a su nuera, para terminar de sacarse el
veneno que le carcomía las entrañas.
"Que se vayan a la mierda.
Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que
nos mande".
Y bien feliz- a su
manera- que fue Fermina con el doctor Juvenal Urbino, tan enamorado de ella que
en vísperas de la vejez y después de los casi sesenta años juntos oyéndola
lamentar que "el inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía
nada de hombres", porque al mojar los bordes dejaba el baño apestado a
criadero de conejos, llegó a la solución final: orinaba sentado, como ella, lo
cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia".
Tan adorable como
lúcida, Fermina había descubierto que el tan dotado médico que le cupo en
suerte era un pobre diablo envalentonado por el peso social de sus apellidos.
"Un hombre de mucho ruido", como lo definió la mulata con que en una
oportunidad fue infiel, en visitas de tiempo justo para aplicar una inyección
intravenosa en tratamiento de rutina.
Precauciones que naufragaron en el olfato de Fermina, desconcertada por
el extraño olor de las ropas del marido y que a la postre resultó "olor a
negra", como dijo con rabia. Ira
acrecentada porque él no le negó todo, "como un hombre". Peleas peores hubo entre ellos, aunque por
causas menos graves, como la falta un día de jabón -lo que era cierto- , aunque
Fermina hirvió porque él no reconocía que había mentido a conciencia para
atormentarla. Unos resentimientos
resolvieron otros y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en
tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear
rencores. El llegó a proponer confesión
abierta ante el señor arzobispo, para que Dios decidiera como árbitro final si
había o no jabón en el baño. Entonces
ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
"¡A la mierda
con el señor arzobispo!" Lo de
histórico- más allá de que la zarzuela popular lo hiciera uno de sus estribillos-
rige con Fermina Daza para bandera, efigie, monumento o hasta blasfemia sobre
el material básico de que está hecha la mejor mujer de estos lados de
América. Las que confunden el amor con
el cólera, como Tránsito Ariza, y que por encima de las Manuelitas, las Paulas
o las Rosas de la historia grande, escriben la historia chica de vidas sin
límites, pese al abrumo de sus limitaciones.
Mujeres y seres para
quienes el amor sigue siendo el mismo que en los tiempos del cólera, como
tantas ciudades- este "mordidero de pobres" como alguno llamó a la de
Florentino Ariza y Fermina Daza- que permanecen iguales, al margen del tiempo,
y las cuales nada ocurre con el paso de los siglos, salvo envejecer despacio.
Gabriel García
Márquez las intuye, las conoce y las cuenta como nadie.
Hombre él mismo de
muchos amores pero en esencia fiel a su mujer, Mercedes, para quien dedica
"por supuesto" esta novela, y hombre políticamente controvertido, hay
en García Márquez un cierto parecido con Jeremíah de Saint-Amour, cuyo suicidio
da comienzo a "El amor en los tiempos del cólera": Jeremíah "era
un santo ateo. Pero esos son asuntos de
Dios".
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