jueves, 31 de agosto de 2017

INCERTIDUMBRE E INSATISFACCIÓN, SIGNOS DE UNA SOCIEDAD DESESPERANZADA

Víctor Rey

La sociedad hoy vive una profunda crisis de confianza. Se desconfía de las instituciones, partidos, iglesias, tribunales pero también de quienes te rodean. A la vez se ha desarticulado la antigua participación social y la solidaridad se torna episódica.
Los factores que explican este comportamiento social son múltiples y tiene razones de carácter estructural que dicen relación con el modelo económico que por decenios ha dominado la economía, por factores profundas de desigualdades, separación física, segregación, a la cual se condujo a una parte relevante de la población especialmente en las grandes ciudades. Tiene que ver, también, con el hecho de que, aún en el contexto de grandes contradicciones, vive, más que otras sociedades latinoamericanas, los efectos de fenómenos típicos de la sociedad pos moderna, la sociedad líquida, como la llama el sociólogo Zsygmunt Bauman.
El modelo neoliberal ha generado varias sociedades y la configuración urbana ha obedecido a estos patrones. La concentración de la riqueza y la mala distribución de ella, una de las peores del mundo occidental, ha producido una profunda incomunicación entre los diversos estratos de la sociedad.
Los pobres han sido condenados a vivir en barrios periféricos sin servicios adecuados para garantizar una vida digna. Alejados de sus fuentes ocupacionales deben ocupar varias horas del día a trasladarse provocando estrés psicológico, cansancio y falta de tiempo para dedicarse a la familia y a las actividades recreativas y de vínculos sociales. Los sectores de mayores ingresos tienden a alejarse del resto de la sociedad, construyendo barrios, colegios, clínicas exclusivas donde solo viven y participan quienes disponen de altos ingresos y también en ellos la interacción social es débil.
La sociedad se ha ghetizado y se ha impuesto una lógica mercantilista que ha debilitado al máximo las antiguas comunidades, el sentido de pertenencia colectivo, la colaboración, la solidaridad y se ha impuesto un individualismo caracterizado por una feroz competencia y por el deseo de poseer bienes a los cuales se accede de manera más generalizada pero desigual.
Los antiguos espacios públicos de encuentro han desaparecido y han sido reemplazados por los nuevos templos del consumo donde se ofrece realizarse individualmente de acuerdo a la capacidad de cada cual para acceder al mercado, muchos a través del endeudamiento que es algo consustancial al funcionamiento del modelo económico. Las relaciones sociales se monetarizan y las capas sociales aspiracionales buscan construir movilidad renunciando a la acción colectiva y buscando sus propios espacios.
La política y sus actores se han debilitado y no ocupa el lugar de construcción de sociabilidad del pasado. Emprobrecida idealmente no construye identidad fuerte y la desafección de la ciudadanía se expresa en una alta abstención electoral que debilita a las instituciones de representación que son la base de la democracia. El surgimiento de una nueva forma de comunicar, a través del espacio digital, crea sociedades y agrupaciones virtuales, efímeras, que acelera el tiempo y el espacio de la vida cotidiana de las personas.
Estas se comunican por las redes sociales, construyen vínculos lejanos, impersonales, que aíslan aún más del entorno en que se vive. Profundiza la soledad de muchos, aún cuando empodera voces que hasta ayer no tenían expresión alguna.
La ciudadanía, a través de las redes, puede hoy recibir y transmitir, instalar agendas, temas, puede autoconvocarse en causas parciales ya sin la presencia de los partidos políticos que han perdido la capacidad de convocatoria social.
Los partidos y las iglesias viven en un mundo análogo frente a la expansión de la tecnología digital y a la exigencia de que los problemas sean abordados y resueltos aquí y ahora, a una velocidad que la política, que requiere de tiempos distintos, no está en condiciones de responder. Ello profundiza el descontento y hasta la indignación de una sociedad más exigente, en un mundo global que amplía las oportunidades y donde la sociedad de la abundancia de bienes y productos los coloca como el objetivo del deseo, del placer de poseerlos.
Crecen las demandas inmateriales, que conectadas globalmente cambian velozmente la subjetividad de las personas y profundizan la idea de nuevas libertades como sinónimo de autonomía de las personas para resolver sobre asuntos de sus propias vidas, con sus propias creencias y percepciones y donde el control ideológico o espiritual que ejercían diversas instituciones, que ya no están en condiciones de dar sentido a las cosas, resulta sobrepasado por la información digital planetaria.
Vivimos, y también una expresión de ello, en una sociedad líquida, fluída, en constante cambio. Ello crea insatisfacción e incertidumbre que son dos características que cruzan la vida de nuestras sociedades.
Nada parece definitivo, ni siquiera el amor, los valores en los cuales se apoyaba la sociedad tradicional carecen de anclajes y no son reemplazados aún por nuevos y es normal que esta época de mutación cultural, económica, social, en  muchos crezca la desesperanza, por fenómenos que aparecen incontrolables, y con ello la soledad, el recluirse en si mismo o en el núcleo más cercano en busca de confort, todo lo cual es también un signo de nuestros tiempos.
Crecen los discursos que apuntan al miedo y hasta poderosos liderazgos políticos y religiosos en todo el mundo son construidos más en el temor que en la esperanza. El miedo hacia el otro, al desconocido, a la mezcla cultural y de los espacios, en un mundo que barre con las fronteras y donde las migraciones se tornan bíblicas.
Es decir, hay razones estructurales, de contexto, para la incomunicación y la ausencia de interactividad social.
Reconstruir la confianza es la clave para que las personas vuelvan, en las nuevas condiciones, a compartir, a conversar, a realizar una interactividad social donde el medio no sea el utilitarismo sino la solidaridad. Se requiere que el Estado vuelva a jugar un rol integrador, de protección frente a los abusos, que la política se torne transparente, que todos entendamos que vivimos ya en una casa de vidrio, que la educación de mejor calidad para todos sea el gran vehículo de la construcción de las oportunidades, que la democracia se abra más allá de la representación a formas más horizontales de participación que escuche a una sociedad integrada en un mundo con expresión propia. La revolución digital de las comunicaciones puede ser un gran mecanismo para recrear vínculos y expresiones, para aunar esfuerzos, para ejercer control y asegurar voz a los que no las han tenido.
Vivir en una sociedad compleja, donde lo lineal ya no sirve como canon interpretativo, sugiere desafíos enormes para reconstruir sociedad y para repolitizar, en un sentido noble, la vida de las personas.
A ello debemos abocarnos si queremos una sociedad que resocialice en términos colectivos, con una mirada comunitaria, con vínculos abiertos con las demás personas.
Una sociedad que no se hunda en el individualismo, en el consumismo auto referencial, en la estigmatización de los otros.

Una sociedad donde lo que prevalezcan sean los valores humanitarios, la defensa medioambiental de un planeta en riesgo y donde la creciente inteligencia artificial no reemplace a los seres humanos, sino sirva para que estos crezcan en tiempo y en cultura.

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