El ataque a la Catedral por un grupo de partidarios del aborto muestra que el número de los creyentes está creciendo. Y que la cultura cívica está en peligro.
Por supuesto, ser creyente no es lo mismo que tener fe.
La fe es una experiencia relacionada con el sentido de la existencia. Quien tiene fe piensa que la vida tiene un significado preciso, que el sufrimiento es transeúnte y que hay cosas que no son evidentes, pero son ciertas. "La fe es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve" (Heb 11:1). El espíritu creyente es una cosa distinta. Aquellos que lo tienen piensan que sus convicciones son absoluta e indudablemente ciertas, que la verdad está de su lado y que quienes piensan distinto están animados por la ignorancia o la maldad.
En otras palabras: La fe es una forma de concebir la propia existencia; el espíritu creyente una forma de concebir las propias convicciones.
El que tiene fe a veces duda, el creyente nunca; quien tiene fe se detiene ante la conciencia ajena, el creyente siente que tiene el derecho de invadirla; el que tiene fe no piensa que pueda imponerla en la esfera pública, el creyente piensa que su principal deber es hacer triunfar sus convicciones; el que tiene fe cuenta hasta diez, el creyente no lo necesita, ¿para qué, si no duda?
Uno de los problemas que debe encarar hoy día la cultura democrática, es el de la proliferación de creyentes, de personas que, por falta de reflexión, hacen de cualquier cosa el motivo central de su existencia y la fuente de todas sus certezas. Los ejemplos sobran. Hay quienes hacen de la defensa de las ballenas el motivo de su vida; los que cuidan las mascotas con mayor esmero que si fueran seres humanos; los que defienden el paisaje natural como si en él se escondiera el secreto del cosmos; los que han llegado a creer que en la educación está la puerta indudable del paraíso; los que hacen de la dieta una suerte de rito religioso; los que hacen del rito religioso una suerte de dieta; los que piensan que la moral sexual es la clave de la salvación; los que hacen de cualquier idea la base de su fe; los que hacen de la fe la garantía de cualquier creencia.
Lo propio del creyente no es lo que cree (un creyente puede creer cualquier cosa), sino la forma de creerla: La ausencia de dudas, la falta de rendijas o intersticios por donde se cuele la saludable duda que es la fuente del diálogo y de la tolerancia.
Las personas que asaltaron la Catedral, ensuciaron sus paredes y profanaron su altar, no eran ciudadanos deliberantes exigiendo sus derechos o individuos que estuvieran dispuestos a esgrimir razones a favor de su punto de vista. Tampoco eran ateos, es decir, personas que pensaran que el universo está en un indudable silencio.
Ni lo uno ni lo otro.
Eran creyentes.
Se trataba de personas que en vez de defender con razones el punto de vista que aboga por la despenalización del aborto (algo que es perfectamente razonable), lo conciben como una causa sagrada que justifica todos los actos.
Fue ese carácter de creyentes el que los llevó a pensar que los católicos pensaban distinto solo por mezquindad, ignorancia o simple maldad. Si la verdad estaba de su lado, si habían logrado atraparla y quienes estaban en misa se negaban a verla -habrán pensado-, ¿por qué esperar la morosidad del diálogo para convencerlos? ¿Qué razón tendrían para demorar lo que sin asomo de duda era correcto?
En vez de ciudadanos partidarios del aborto, esas personas enfurecidas y fanáticas que interrumpieron el rito católico y ensuciaron sus altares eran creyentes que, como todos los frenéticos de lado y lado, religiosos o no, de izquierda o de derecha, constituyen uno de los peores enemigos de la democracia: true believers que por sus creencias están dispuestos a pasar por encima de lo que sea.
Pero la democracia no necesita creyentes.
Necesita ciudadanos que, con fe o sin ella, tengan puntos de vista firmes ante el aborto o lo que sea; pero que, al mismo tiempo, toleren las rendijas de la duda y estén, por eso, dispuestos a detenerse ante el secreto de cada conciencia.
Por supuesto, ser creyente no es lo mismo que tener fe.
La fe es una experiencia relacionada con el sentido de la existencia. Quien tiene fe piensa que la vida tiene un significado preciso, que el sufrimiento es transeúnte y que hay cosas que no son evidentes, pero son ciertas. "La fe es la certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve" (Heb 11:1). El espíritu creyente es una cosa distinta. Aquellos que lo tienen piensan que sus convicciones son absoluta e indudablemente ciertas, que la verdad está de su lado y que quienes piensan distinto están animados por la ignorancia o la maldad.
En otras palabras: La fe es una forma de concebir la propia existencia; el espíritu creyente una forma de concebir las propias convicciones.
El que tiene fe a veces duda, el creyente nunca; quien tiene fe se detiene ante la conciencia ajena, el creyente siente que tiene el derecho de invadirla; el que tiene fe no piensa que pueda imponerla en la esfera pública, el creyente piensa que su principal deber es hacer triunfar sus convicciones; el que tiene fe cuenta hasta diez, el creyente no lo necesita, ¿para qué, si no duda?
Uno de los problemas que debe encarar hoy día la cultura democrática, es el de la proliferación de creyentes, de personas que, por falta de reflexión, hacen de cualquier cosa el motivo central de su existencia y la fuente de todas sus certezas. Los ejemplos sobran. Hay quienes hacen de la defensa de las ballenas el motivo de su vida; los que cuidan las mascotas con mayor esmero que si fueran seres humanos; los que defienden el paisaje natural como si en él se escondiera el secreto del cosmos; los que han llegado a creer que en la educación está la puerta indudable del paraíso; los que hacen de la dieta una suerte de rito religioso; los que hacen del rito religioso una suerte de dieta; los que piensan que la moral sexual es la clave de la salvación; los que hacen de cualquier idea la base de su fe; los que hacen de la fe la garantía de cualquier creencia.
Lo propio del creyente no es lo que cree (un creyente puede creer cualquier cosa), sino la forma de creerla: La ausencia de dudas, la falta de rendijas o intersticios por donde se cuele la saludable duda que es la fuente del diálogo y de la tolerancia.
Las personas que asaltaron la Catedral, ensuciaron sus paredes y profanaron su altar, no eran ciudadanos deliberantes exigiendo sus derechos o individuos que estuvieran dispuestos a esgrimir razones a favor de su punto de vista. Tampoco eran ateos, es decir, personas que pensaran que el universo está en un indudable silencio.
Ni lo uno ni lo otro.
Eran creyentes.
Se trataba de personas que en vez de defender con razones el punto de vista que aboga por la despenalización del aborto (algo que es perfectamente razonable), lo conciben como una causa sagrada que justifica todos los actos.
Fue ese carácter de creyentes el que los llevó a pensar que los católicos pensaban distinto solo por mezquindad, ignorancia o simple maldad. Si la verdad estaba de su lado, si habían logrado atraparla y quienes estaban en misa se negaban a verla -habrán pensado-, ¿por qué esperar la morosidad del diálogo para convencerlos? ¿Qué razón tendrían para demorar lo que sin asomo de duda era correcto?
En vez de ciudadanos partidarios del aborto, esas personas enfurecidas y fanáticas que interrumpieron el rito católico y ensuciaron sus altares eran creyentes que, como todos los frenéticos de lado y lado, religiosos o no, de izquierda o de derecha, constituyen uno de los peores enemigos de la democracia: true believers que por sus creencias están dispuestos a pasar por encima de lo que sea.
Pero la democracia no necesita creyentes.
Necesita ciudadanos que, con fe o sin ella, tengan puntos de vista firmes ante el aborto o lo que sea; pero que, al mismo tiempo, toleren las rendijas de la duda y estén, por eso, dispuestos a detenerse ante el secreto de cada conciencia.
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