lunes, 22 de marzo de 2021

En el 41 aniversario de su muerte



 EL LEGADO DE LA VIDA DE MONSEÑOR ROMERO

Víctor Rey

El legado más importante de su vida fue el ofrecimiento de su propia vida a favor del pueblo al que amaba. Romero pensaba que “el mayor testimonio de fe en un Dios de Vida es el testimonio de aquellos que están dispuestos a dar su propia vida”. Poco antes de su muerte, el afirmaba: El martirio es una gracia que yo creo que no merezco. Pero, si Dios acepta el sacrificio de mi vida, quiero que mi sangre sea semilla de libertad y un signo de que esta esperanza se convertirá pronto en realidad. Que mi muerte, si es aceptada por Dios, esté al servicio de la liberación de mi pueblo y sea un testimonio de esperanza en el futuro.


En ese mismo tiempo, unos días antes de su muerte, Romero insistía en lo siguiente: “Debo decirle que, como cristiano yo no creo en una muerte sin resurrección. Si me matan, yo resucitaré en el pueblo salvadoreño”. La fe Romero en el Dios de la vida, aunque rodeada de amenazas de muerte, ha inspirado a innumerables personas que han luchado a favor de la justicia, incluyendo a Ignacio Ellacuría y a los otros cinco jesuitas y a las dos mujeres que fueron asesinados el 16 de noviembre de 1989 en las dependencias de la Universidad Centroamericana. Actualmente el Centro Oscar Romero se encuentra en el lugar donde ellos fueron asesinados.


Romero había sido un piadoso hombre de Iglesia, un sacerdote culto, amigo de la justicia, aunque alejado de la vida real de su pueblo. Pero unas semanas después de haber sido nombrado arzobispo, el 22 de febrero de 1977, uno de sus colaboradores, el P. Rutilio Grande SJ, fue asesinado por los escuadrones de la muerte. Ese acontecimiento transformó su vida y, desde ese momento hasta su muerte, a lo largo de tres años de intenso compromiso episcopal se convirtió en la voz de los que no tenían voz, denunciando los crímenes de la dictadura económica y social de su pueblo y anunciando de una forma muy concreta las exigencias y dones del evangelio, en sus homilías radiadas cada domingo a todo el país. De esa manera puso de relieve la presencia de Cristo en los pobres, empobrecidos y asesinados:


Romero se enfrentó a los desafíos políticos de su tiempo, pero no fue sólo un activista social, sino también un hombre de honda espiritualidad, de manera que sus tres años de “vida pública” vinieron a convertirse en sus años de “universidad cristiana”. En ese tiempo, en contacto con los oprimidos de su pueblo, denunciando la injusticia y violencia de los asesinos, pero siempre desde la paz de Dios, fue descubriendo y expresando el verdadero pensamiento cristiano. De esa forma vino a convertirse en testigo de que la justicia debe ocuparse de las realidades históricas de este mundo, manteniendo siempre la dimensión trascendente del evangelio. Así afirmaba siempre que sin Dios no puede hablarse de liberación, pero sin liberación no puede hablarse tampoco de Dios en sentido cristiano.


A lo largo de esos tres años intensos de episcopado liberador, Romero intentó que la sociedad no cayera en manos de la pura violencia y, sin embargo, en un sentido externo, él fracasó, pues le asesinaron los poderes oficiales de la violencia. Más aún, tras su muerte, el país por el que vivió (El Salvador) vino a caer en una gran guerra civil. A pesar de eso o, quizá mejor, por ello mismo (a través de su martirio), Romero ha ofrecido uno de los testimonios mayores de vida cristiana en el siglo XX. Él mismo afirmaba, poco antes de morir, sabiendo que podían asesinarle en cualquier momento (pues nunca aceptó escoltas o medidas extraordinarias de seguridad, que la gente del pueblo no podía permitirse), que el mayor testimonio de fe en un Dios de Vida es el testimonio de aquellos que están dispuestos a dar su propia vida.

Desde esta perspectiva, Monseñor Romero aparece como uno de los grandes pensadores cristianos del siglo XX. Así pudo decir: Como cristiano, yo no creo en una muerte sin resurrección. Si me matan, yo resucitaré en el pueblo salvadoreño.



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