UNA BREVE
APROXIMACION A ODO MARQUAND
Víctor Rey
Víctor Rey
“Los filósofos que solo escriben para
filósofos profesionales actúan de un modo casi tan absurdo como actuaría un
fabricante de medias que solo fabricaría medias para fabricantes de medias.”
(Odo Marquand)
El 9 de mayo de
este año visité en Mar del Plata, Argentina, a mis amigas Gabriela Herderson y Eliana
Valzura, dos brillantes teólogas. Entre
mates y mates conversamos de lo humano y lo divino. Entre los temas que salieron estuvo escuchar
acerca del filósofo Odo Marquand a quien hasta ese momento no conocía. Lo
irónico de la situación es que ese mismo día fue la fecha en la que Odo
Marquand falleció a los 87 años. Al volver a Chile me puse a buscar e investigar acerca de este pensador tan
apasionante y poco conocido en el mundo de habla española. Comparto este texto aproximativo agradeciendo
a Gabriela y Eliana por haberme introducido a este filósofo.
Odo Marquard (1928-2015),
catedrático emérito de Filosofía de la Universidad de Giessen y presidente de
la Sociedad General Alemana de Filosofía, tiene en su haber una producción
intelectual rica y variada, distinguida y premiada con galardones muy
prestigiosos por ejemplo, el «Sigmund Freud» de prosa científica de 1984.
¿Qué significa para
Marquard ser un filósofo escéptico? En primer lugar, el reconocimiento de una
condición que se impone a los humanos: los hombres de hecho no pueden conocerlo
todo, y siempre actúan en la medida de sus posibilidades. En segundo lugar, los
hombres están impelidos a la elección a vivir de una determinada manera, pero
sin hacerse ilusiones ni perderse en vanas esperanzas; o sea, no se trata de
que los hombres nada sepan, sino más bien que «no saben nada que pueda elevarse
a principio: el escepticismo no es la apoteosis de la perplejidad, sino tan
sólo un saber que dice adiós a los principios.
Reunir, entonces,
tradición y modernidad no conduce a una contradicción que exija ser superada
por estadios de ser y conocer posteriores, sino a una situación factible en la
que se completan y complementan oportunamente por la vía de la compensación. El
hombre es radicalmente homo compensator, lo cual significa que, más
que hacer lo que debe de hacer en absoluto, se
limita a hacer lo que puede hacer en cada momento, según sus
reales potencialidades: el individuo actúa, es decir, desde la contingencia,
liberado de los dictados de la Necesidad, la Ideología, el
Progreso, el Deber, la Historia, de los grandes conceptos, en suma, que tal vez
hablen con voz poderosa, aunque en verdad sólo impresionan y gobiernan a los
muy necesitados de una guía en el vivir o a los ya previamente convencidos.
Precisamente por
esa fuerza vital de la compensación, los hombres modernos son los que están más
necesitados de la acción, o mejor, la práctica, de conservar. De hecho, cuanto
más moderno es el mundo moderno, cuanto más se encuentra su conciencia marcada
por el impulso hacia la innovación,
hostigada por la aceleración y la prisa, más requiere de la preservación, de la
contención y de la lentitud. Los principios de la modernidad entran en colisión con el proyecto
humano, entre otros supuestos, cuando pretenden exigirle al sujeto demasiado,
por el hecho de querer llegar demasiado lejos, o cuando empujan sin
conmiseración ni respeto, o se alzan sobre sus hombros, adoptando la forma de
doctrinas espirituales y de programas ideológicos de superación (el «hombre
nuevo») o de escapismo (las utopías). Los seres humanos somos seres
contingentes por destino, y además no somos absolutos, sino finitos. Quiere
decirse: nuestra vida tiene un plazo. Y es que, en efecto, si largo es el brazo
o la tenaza del progreso e inmenso el horizonte que ofrece la perspectiva de lo
moderno, una principal circunstancia humana contiene al hombre y le impone el
más estricto principio de realidad, ya visto y muy meditado por los pensadores
antiguos: la brevedad de la vida.
No faltará quien
diga que la vida humana es cosa muy compleja característicamente, los adictos a
la complejidad, los que gustan de enredar los problemas para impresionar y
acaso para acomplejar a los espectadores, observadores y
público en general, pero Marquard no pretende hacérnosla más difícil de lo que
es, ni más pesada ni más latosa. Sencillamente se limita a constatar un hecho
indisputable de amplísimas derivaciones: la vida humana no abarca todo el
tiempo, sencillamente porque a la vida humana «le falta tiempo». Es por esta
razón vital que el hombre debe siempre conservar el pasado, debe sustentar una
vida de experiencia, sucesora, y debe de saber enlazar.
Nuestro presente,
nuestro mundo contemporáneo, nuestro tiempo, es, para disgusto de los
vocacionalmente descontentos e indignados, el «mundo civil-burgués», el ámbito
socio-histórico en el que destacan, como sus elementos valedores y
dinamizadores, la democracia liberal y la fuerza reparadora de
la civilidad. Se puede negar el presente, en nombre del pasado o del futuro, o
ser-realistas-y-pedir-lo-imposible, o exclamar la obviedad de que «otro mundo
es posible» con aires de insurrección. Pero, como advierte Marquard, la
recusación y la potencial sublevación contra lo actual presentan a menudo la
característica de una «desobediencia retrospectiva», de una compensación
desorientada y desafortunada que aspira a sublimar en unas esferas lo que no
fue posible establecer en otras.
La indicada
persistencia de la noción de la herencia como dimensión propiamente humana; el
implícito reconocimiento del papel de las generaciones en el desarrollo de la
cultura; la consideración de la existencia del hombre definida por las
instancias de la misión y el destino; la defensa de una mirada de la historia
más vitalista y humanista que totalizadora y mecanicista; la distinción entre
ideas y creencias, el ejercicio de un pensar jovial junto a una escritura
elegante, son sólo algunos ejemplos, de lo que Odo Marquand nos presenta y nos
desafía a pensar. Una razón más para no perder de vista a este filósofo que
todavía tiene mucho que decirnos y en especial a las nuevas generaciones.
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