María López Vigil
Reflexiones desde Nicaragua sobre el cristianismo, el poder y las mujeres
Universidad Centroamericana, Nicaragua
En su libro Entre el Estado Conquistador y el Estado Nación: Providencialismo, pensamiento político y estructuras de poder en el desarrollo histórico de Nicaragua (2003), Andrés Pérez Baltodano señala cuál es la más gruesa y escondida de las raíces que explican el atraso de Nicaragua, el obstáculo que le ha impedido, y le sigue impidiendo, ser un Estado moderno. Lo identifica: se trata del providencialismo religioso, generador de una cultura política a la que él llama "pragmatismo resignado". Pérez Baltodano propone como tarea urgente, para ir arrancando esta perniciosa raíz, la transformación de la idea de Dios.
La idea de Dios como supremo poder que gobierna el mundo y el país, la vida colectiva de todos y la vida individual de cada quien, marcando su destino a naciones y a personas, el Dios que ordena a cada instante la realidad de forma inapelable, impredecible también, repartiendo premios y castigos, cosmovisión que promovió la Conquista y consolidaron en la Colonia hacendados y capitanes -propietarios y militares- con la bendición de las jerarquías eclesiásticas católicas -prelados y sacerdotes-, todos ellos varones, todos ellos para conservar su poder, domina las conciencias nicaragüenses hasta el día de hoy. En una encuesta de hace unos años realizada en Nicaragua, más del 80% de los encuestados -de todas las edades y clases sociales- afirmó que el destino de su vida dependía "de la voluntad de Dios" (La Prensa, 2002).
Este providencialismo y este pragmatismo resignado han construido Estados pre-modernos, con gobernantes incapaces de asumir las riendas de un cambio y con gobernados incapacitados para reclamarles que lo hagan, han consolidado Estados no laicos, con políticas públicas imbuidas de creencias, dogmas y moralismos carentes de racionalidad. Esta cosmovisión genera resignación, conformismo, impotencia, alimenta la parálisis social y explica la asombrosa facilidad con que tantísima gente es leal a los caudillos-dioses de la clase política, a quienes entrega su voluntad, confiando en que sean ellos quienes organicen el destino nacional y les concedan favores. Es religiosa esta visión de la política. Campea en los partidos de derecha y también en los de izquierda. Esta cultura política impide el desarrollo de la sociedad civil y la construcción de ciudadanía.
Instalados aún en la Conquista, herederas aún de la Colonia
Para que otra Nicaragua y otro mundo sean posibles, para que la política no sea ni ejercida ni vista como una vía para el ejercicio del rango y del poder arbitrario y autoritario, para "acercar la hora en que el iracundo no tenga ya sitio en el mundo" -como lo expresó Pablo Neruda- y con la llegada de esa hora disminuyan los niveles de violencia que signan la historia de la humanidad, para que la apuesta por la paz le gane espacios a las guerras en lo público y también en lo privado, para que todo esto pueda ser, lo más urgente es construir ciudadanía dentro de Estados nacionales que sean auténticamente laicos. Esa meta no podrá alcanzarse sin dar pasos previos para cambiar la idea de Dios que prevalece en la mente humana.
Pienso y escribo esto desde Nicaragua, desde Centroamérica, desde sociedades del "Occidente cristiano" que en su conciencia colectiva no han superado aún los traumas de la Conquista de hace quinientos años ni el entramado jerárquico de los siglos de Colonia que siguieron. A diario lo comprobamos. Somos países que hace poco más de siglo y medio se hicieron independientes formalmente, pero que siguen albergando a millones de personas, la mayoría, que carecen de autonomía personal, que nunca la han saboreado. Somos sociedades con la institucionalidad -y también con la teatralidad- de la democracia (separación de poderes, elecciones periódicas, instituciones, cargos, delegados en los organismos internacionales, costosos procesos de modernización estatal), pero que desconocen todo o casi todo de la cultura democrática.
Y todo esto es así no sólo porque el modelo económico que padecemos en estos tiempos del cólera globalizador concentra la riqueza, profundiza la pobreza, ahonda las inequidades, produce migraciones masivas y niega oportunidades a la mayoría. No, no carecemos aún de ciudadanía sólo por causa de estos problemas objetivos, evidentes y lamentables. En lo más hondo de nuestra no-ciudadanía pervive una realidad subjetiva, cultural, con raíces tan profundas y enredadas como las de una ceiba adulta. Perviven ideas religiosas que deben ser entendidas, tenidas en cuenta, analizadas, revisadas.
Primera reflexión: en Nicaragua la religión carece de historia
Partamos de la historia, siempre maestra. ¿Quiénes cristianizaron a nuestros indígenas, a nuestros antepasados? Españoles católicos del siglo XVI, de una España "armada" contra los reformadores protestantes, en contrarreforma -es decir, en una batalla campal- contra los "errores" religiosos que se extendían por Europa, convencidos de su verdad, de que su Dios era el verdadero. Y por lo tanto, había en aquellos hombres tendencias y actitudes intolerantes, autoritarias, injustas, crueles. La idea de Dios que imponían, que transmitían, rezumaba las características de sus propias ideas excluyentes y avasalladoras. Aun los mejores de entre los conquistadores hablaban seguramente de un Dios que tenía poder y abusaba de él para ganar adeptos.
La cultura religiosa que nació de este encontronazo de culturas se basó en verdades que se imponían y no en sentimientos que se compartían, menos aún en compromisos que se asumían para organizar la sociedad. Dios se impuso en Nicaragua militarmente, con la espada, con el expolio de tierras y con la violación de mujeres. Y arrasó así con la cultura religiosa anterior a los españoles, que tampoco debemos magnificar como positiva y mejor, porque muy poco la conocemos.
Tantos traumas, asociados al origen de nuestra cultura religiosa, perviven en la memoria colectiva. En las pesadillas colectivas. ¿Queda algo de todo esto? Considero que queda muchísimo. Y es la ignorancia profunda sobre nuestra propia historia la que nos impide reflexionar sobre estos orígenes traumáticos para sacar conclusiones.
Nuestra religión no tiene historia, no tiene ni tiempo ni tiene espacio. Es a-histórica, a-temporal y a-espaial. No la explica ningún proceso histórico. Mayoritariamente pensamos que así fue, así es y así será. ¿Cómo inició en la humanidad la idea de Dios? ¿Cambian las ideas de Dios a medida que cambia la humanidad? ¿Y cómo cambian? ¿Y cómo nos llegó a Nicaragua la idea de Dios que hoy tenemos? ¿Y ha cambiado o no esa idea que nos llegó? ¿Es posible hablar de una "historia de Dios"? Son preguntas que ni se formulan. Que sorprenden y hasta producen estupor. Porque pensamos a Dios inmutable.
En esa inmutabilidad, no se contrasta nunca la idea de Dios que hoy tenemos con las ideas con que la ciencia, en permanente evolución, nos va explicando la realidad. Ignoramos los avances científicos y los descubrimientos de la ciencia no se incorporan a nuestras palabras sobre Dios, no forman parte de nuestra reflexión sobre Dios, no alteran nuestra idea de Dios. Todo lo que, como humanidad, hemos aprendido científicamente queda fuera de nuestra cultura religiosa, que, por eso, resulta a menudo irracional, irrelevante para los no creyentes, incapaz de construir una mentalidad laica. Para mucha gente en Nicaragua, Dios sigue arriba, enviando rayos y lluvias, castigando con sequías o terremotos a una tierra que sigue siendo centro del universo y a nosotros, los seres humanos, que seguimos siendo amos y señores de la tierra.
Tampoco contrastamos suficientemente nuestra idea de Dios con las ideas que, también en permanente evolución, nos va aportando la misma teología. Si no vinculamos al Dios en quien creemos con la ciencia que explica el mundo del que creemos Dios fue el Creador, tampoco nos interesamos por lo que dicen y piensan quienes en el mundo están recreando y transformando continuamente la idea de Dios.
Naturalmente, estas desconexiones tienen mucho que ver con la historia. Con que nuestra ideas religiosas nos fueron impuestas, nunca fueron vivencias asumidas en profundidad, mucho menos reflexionadas y discutidas. El tiempo las ha ido transformando en un conjunto de supersticiones mágicas superpuestas sobre las visiones también mágicas de nuestros antepasados indígenas.
Más grave es la a-temporalidad referida a Jesús, un hombre en la historia, que habló en un tiempo y en una geografía, desde una cultura y desde una patria, y al que identificamos con ese Dios inmutable. Entendiendo que esto es un tema muy delicado, que requeriría de más palabras de las que puedo compartir aquí, considero que esa equivalencia mecánica, dogmática y aprendida que nos lleva a identificar a Dios con Jesús de Nazaret y a Jesús de Nazaret con Dios nos impide toda posibilidad de una reflexión cristiana auténtica. Nos impide transformar la idea de Dios. Si el Cristo de la fe se superpone sobre el Jesús de la historia y si ese Cristo de la fe se identifica simplistamente con Dios, no lograremos transformar la idea de Dios con la que hoy pensamos y nos movemos.
Para una mayoría de gente en Nicaragua, Jesús es también un ser a-histórico. Es un ser mítico, como un aerolito caído del cielo, un Dios disfrazado de hombre, algo así como el Supermán todopoderoso y hacedor de prodigios que, disfrazado con saco y corbata, trabaja en una oficina como Clark Kent. Nuestro Colochón es un fetiche, un icono, una imagen.
¿Quién fue Jesús de Nazaret? Muy pocas cosas podemos decir de los rasgos de su personalidad según se desprende de los relatos de los evangelios, poco sabemos de las contradicciones políticas, sociales, culturales, también religiosas, que tuvo que enfrentar en su tiempo, de las decisiones que tomó, del ambiente en que vivió y desarrolló sus novedosas y provocadoras ideas sobre Dios.
Gravísima es también la a-temporalidad que trasladamos a la Biblia, un libro que consideramos escrito directamente por Dios, quien habría dictado su contenido a unos escribientes en un espacio y un tiempo también mítico. Poco sabemos de los condicionamientos culturales de los autores de la Biblia, de las profundas contradicciones que hay entre los libros y los textos de los textos, de los añadidos y supresiones, por no decir del origen de las diversas traducciones de este libro de libros.
Y como a Dios nadie lo ha visto jamás y como Jesús está tan lejano como Dios, el aferramiento a-temporal a la Biblia, la a-temporalidad con la que nos situamos ante la Biblia como inmutable "palabra de Dios" supera a menudo esas mismas actitudes referidas a Dios y a Jesús. No sabemos ir "más allá de la Biblia" para entenderla y para entender el tiempo en que nos ha tocado vivir, muchos de cuyos desafíos no tienen respuesta en la Biblia.
Necesitamos situar nuestra fe en la historia. Necesitamos emprender un éxodo: de la religión sin historia a la fe en la historia. Del Dios fuera de la historia, del Jesús sin historia y de la Biblia sin contexto histórico al Dios de Jesús, que está más allá del mismo Jesús y de la misma Biblia.
Necesitamos la temporalidad, necesitamos la historia para entender el mundo y para entender nuestra fe. Desde la historia entenderíamos por qué y en qué los protestantes no piensan como los católicos y cuándo empezaron a pensar diferente. Entenderíamos por qué Jade y Said, Mohamed y Latifa, los queridos personajes de "El Clon", creen en Dios llamándole a Alá y lo veneran de distinta manera a nosotros. Entenderíamos la base religiosa de la guerra entre israelíes y palestinos o por qué las noticias de Irak nos hablan de clérigos chíitas. Entenderíamos muchas cosas.
La a-temporalidad basada en la ignorancia histórica y en la ignorancia científica abona el terreno a las mediocres predicaciones con que a menudo nos alimentan obispos, sacerdotes y pastores. Y alimenta, sin duda, tendencias a la intolerancia. Nos creemos poseedores de la verdad, porque no conocemos otras verdades.
Situando a Dios, a Jesús y a la Biblia en la historia, en el tiempo, entenderíamos que Dios está más allá de nuestros esquemas teológicos y bíblicos y entenderíamos también que conociendo otros esquemas religiosos nuestra fe se enriquece. Entenderíamos aquello que Aiban Wagua, un sacerdote de la etnia kuna de Panamá, expresó sabiamente en un encuentro pastoral celebrado en México en 1992: “Dios es muy grande y no lo podemos abarcar por completo. Cada pueblo conoce una parte de Él. Y es necesario que esa parte se mantenga como diferente de las demás para que, al juntar todas las partes esparcidas por los pueblos, se llegue a la verdad completa de Dios” (Aiban Wagua, 1992).
Naturalmente, esta a-temporalidad en la que se mueven nuestras creencias religiosas, afecta profundamente a las mujeres. Porque es desde una total falta de historia, atrapados hombres y mujeres en mitos a-temporales, dados, fijos, fuera del espacio y del tiempo, pero defendidos como "certezas eternas" que asumimos el pecado de Eva, la mujer nacida de la costilla de Adán y tantas otras leyes y costumbres "divinas", sin saber ubicarlas en su contexto histórico, y en el más amplio conjunto de la historia patriarcal, aquella en la que hemos convivido mujeres y hombre desde hace milenios, sin tomar conciencia del altísimo precio que pagamos en infelicidad por vivir en ella.
Segunda reflexión: en Nicaragua la religión se basa en el miedo
El miedo domina nuestra cultura religiosa. No lo admitimos, pero es así. Esto tiene una lógica histórica, ya que la idea de Dios que hoy tenemos nos llegó originalmente hace quinientos años con la conquista militar, con una invasión, y acompañada de amenazas, controles, represiones, castigos, torturas y muertes. Pero conviene saber que, aunque en Nicaragua este miedo ancestral a Dios está reforzado por los horrores de la Conquista, este miedo acompaña a toda la humanidad.
Como humanidad, entramos al segundo milenio tras concluir el esfuerzo científico organizado más grande de nuestra historia sobre el planeta: completamos el genoma humano, identificando las "letras" en las que está "escrito" nuestro código genético, el de nuestra especie, Homo Sapiens Sapiens. Hemos descubierto ya cómo se replica la vida, constante y tenazmente, desde hace cuatro mil millones de años, desde las formas más simples, las de las bacterias, hasta las formas más complejas, las de los mamíferos, entre los que nos encontramos los Sapiens.
En esta cadena de replicación de la vida mandan los genes, con sus cuatro letras que se recombinan una y otra vez para mostrarnos miles de millones de formas de ser humanos dentro de nuestra especie. Pues bien, un eminente genetista británico, Richard Dawkins, nos ha enseñado de la existencia de "otros" genes, los de la cultura humana, los que elaboran, transmiten y heredan los cerebros, los que mandan en nuestras mentes. Estos genes -él los llama memes (mems en inglés)- no son estructuras bioquímicas que se transmiten por la biología sino estructuras de pensamiento -ideas, valores, conceptos- que se transmiten por la cultura(Dawkins, 1994).
Como los genes, los memes se recombinan, se seleccionan, aparecen y desaparecen, y unos prevalecen sobre otros. Dawkins explica que en el acervo mémico de la humanidad no hay meme tan universal y de tanta persistencia como el meme Dios. Y añade, preocupado, con justa preocupación, que no hay meme más persistentemente asociado al meme Dios que el meme infierno o castigo.
Sí, le tenemos miedo a Dios. Y ese sentimiento nos paraliza y cuando nos mueve lo hace hacia el sacrificio, el ayuno, la penitencia, las promesas, la culpabilización. Nos impulsa a una adicción a la religión, como calmante que exorcice nuestros miedos. Le tenemos miedo a la omnipotencia de Dios. Dios todo lo puede, y creemos que usa su poder arbitrariamente. Para castigarnos. Le tenemos miedo a la omnisapiencia de Dios. Dios todo lo sabe y creemos que saber lo que piensa o decide hacer es inescrutable porque nadie dialoga con él y nadie lo controla. Le tenemos miedo a la omnipresencia de Dios. Dios está en todas partes, como un ojo fiscalizador, y creemos que ese estar no significa acompañarnos cariñosamente potenciando nuestra libertad, sino juzgarnos para controlarnos. Hasta para tomar venganza.
Tenerle miedo a Dios -y a su infierno- conduce a organizar la vida en función de premios-castigos, promesas-milagros, pecados-salvación, sacrificios-benevolencia. Este miedo nos impide pensar libremente y decidir autónomamente. Este miedo frena, en su misma raíz, la forja de ciudadanía y el desarrollo de una cultura democrática, porque en la democracia se descarta la arbitrariedad, se limita el uso de la represión y de la fuerza y se organiza la vida en función del respeto a derechos y a deberes.
Este miedo nos hace irresponsables ante la historia, ante nuestra propia historia, ante la historia de nuestro país. Si de un Dios temible todo depende, nada depende de nosotros. Él es el único responsable, nosotros no tenemos responsabilidad. A quienes gobiernan y tienen poder y recursos, esta irresponsabilidad los hace insensibles a la miseria ajena. Y a quienes son gobernados y carecen de poder y de recursos, esta misma irresponsabilidad los hace fatalistas ante su propia miseria. Y nada cambia. Porque nada cambiamos.
Es también por esta religiosidad anclada en esta arraigada idea de Dios que nuestra visión de la ley no nace de la legitimidad de la ley. La legitimidad se construye siempre mediante el diálogo y la relación entre iguales. Pero nuestro Dios no dialoga con nosotros. Decide arbitrariamente, se impone. ¿No nacerá de esta idea nuestra admiración por el macho“coyoles”, por el verde olivo, por los hombres “arrechos”, por los caudillos?
Tenemos que reflexionar en cuánta medida el vincular el poder de Dios al castigo de Dios vincula, en nuestra vida cotidiana, el poder que tenemos y el que ejercemos al abuso del poder. Porque si creemos en un Dios todopoderoso que nos castiga, nos pone a prueba, hasta diríamos que goza con nuestro dolor porque exige nuestros sacrificios, también estaremos viendo cómo legítimo expresar el poder que tenemos sobre nuestros hijos no como responsabilidad amorosa sino como derecho al abuso, al castigo y a la violencia. De la misma manera, los hombres entenderán el poder que creen les atribuye una lectura a-histórica de la Biblia sobre las mujeres como un derecho al abuso, al castigo y a la violencia.
Y diría algo más, que puede sonar demasiado audaz, hasta irreverente: ese miedo que le tenemos a Dios nos impide enfrentarnos a Dios, cuestionarlo, para llegar a la verdadera fe abandonando la religión por el atajo del "ateísmo". Un teólogo católico alemán, Eugen Drewermann, también sicoanalista, expresa esto muy lúcidamente al explicar por qué cree él que el ateísmo nos puede conducir al Dios verdadero:
La mayoría de los seres humanos se agarran a la religión como el que está a punto de ahogarse se agarra a la cuerda que se le tiende. Se aferra a ella con todas sus fuerzas. La cuerda debe aguantar. Ella es la verdad. Si la cuerda llega a romperse, se abre un abismo. Por eso es esta religión y ninguna otra la que importa... Todo aquello en lo que se puede encontrar vida y seguridad depende de la cuerda y tiene que ser verdad.Pero, a veces, con la ayuda de esta cuerda, los hombres ponen pie en tierra. Entonces, ya tranquilos, abandonan la cuerda, porque ya tienen tierra firme bajo sus pies. Y lo hacen sin ser del todo conscientes de que es la tierra la que les proporciona seguridad. En eso, precisamente, consiste la religión verdadera: la mano de Dios que nos sustenta y no la cuerda a la que nos agarramos.La cuerda, la religión, no es más que una herramienta, un medio. La religión verdadera es sólo una confianza ante la que no encontramos palabras para definirla. El ateísmo quita la cuerda y le dice al hombre: ¿Cuándo dejarás de jugar a ser náufrago? La tierra está bajo tus pies, firme y segura, pero tú sigues aferrado a tu trauma. Hubo un tiempo en que creías que ibas a caer al fondo y ahogarte. Eso pasó hace ya muchísimo tiempo. Entonces eras un niño muy desgraciado y necesitabas seguridad. A esa exigencia de seguridad tuya es a la que ha respondido la religión por ti.... Buda lo expresó de una forma muy bella: mi religión, mi enseñanza no es más que una barca con la que se atraviesa el río. Llegados a la orilla, a nadie se le va a ocurrir tomar la barca y colocársela sobre la cabeza para llevársela, sino que se deja allí y se camina libremente (Drewermann, 1997, 165)
Tercera reflexión: en Nicaragua la religión es machista y legitima el machismo
En la historia de la humanidad, "Dios nació mujer", la idea de Dios nació vinculada a lo femenino. Durante milenios, la humanidad, asombrada ante la capacidad de la mujer de generar de su cuerpo el milagro de la vida, veneró a la Diosa, viendo en la mujer una imagen divina.
Muchos milenios después, la idea de Dios se transformó... y Dios se convirtió en varón. Hoy, el Dios en quien creemos en Nicaragua es un Varón. Es así también en las grandes religiones monoteístas: Cristianismo, Judaísmo, Islamismo. Y en otras religiones politeístas, los dioses varones tienden a ser predominantes, preponderantes.
Así pues, en el Cristianismo, tanto en su versión católica como en su versión protestante, Dios es un Hombre. Considero que ninguna característica de nuestra cultura religiosa contribuye más que ésta a la instalada inequidad entre hombres y mujeres. La religión perpetúa esta inequidad, la justifica, la explica, la legitima. Pero como esta raíz permanece tan escondida, está tan abajo en la tierra de nuestras mentes, arraigada tan profundamente, resulta difícil exponerla y da a menudo mucho temor reflexionar sobre ella, y ahí se queda, intocada.
En la iconografía cristiana, en las imágenes que hemos visto desde niñas y niños, Dios es un anciano con barbas. Es un Rey con corona y cetro sentado en un trono. Es también el Dios de los Ejércitos. Por lo tanto es un General. Según esa iconografía, ese Dios tiene un Hijo, que "se hizo" hombre, lo que sugeriría que su esencia anterior a ese "hacerse" era masculina. La tercera persona de esa "trinidad", de esa "familia divina", es el Espíritu Santo. A pesar de que en hebreo, la palabra espíritu es una palabra femenina, es la ruaj, la fuerza vital y creadora de Dios, la que lo pone todo en movimiento y anima todas las cosas, el dogma nos enseña que el Espíritu dejó embarazada a María. Por lo tanto, esa paloma sería en realidad un "palomo".
Sin querer resultar irrespetuosa, considero este conjunto familiar realmente esperpéntico. Incomprensible. Distorsionador. Incluso, perverso. En el caso del catolicismo, el dogma busca equilibrar lo extraño de esta singular familia encumbrando hasta lo indecible a aquella humilde campesina que fue María de Nazaret, con un culto idolátrico que los protestantes justamente rechazan. El resultado de la mariolatría es la construcción de un modelo también extrañísimo e inimitable de mujer: sin pecado desde su concepción, virgen antes, después y durante el parto y a la vez madre, esposa sin relaciones sexuales con su esposo José, muerta como todos los humanos, pero elevada al cielo en cuerpo y alma... Sólo imitable, realmente, en su sumisa "entrega" al plan de Dios.
Creo que uno de los problemas más cruciales que debemos entender para tener una correcta perspectiva de género es saber que las mujeres somos enseñadas y aprendemos que nuestra vida debe ser una vida de "entrega" al "plan" de los demás. Que se nos enseña y aprendemos que nos "realizamos" en esa entrega: amando al marido, a los hijos, a los padres, a los alumnos, a los enfermos, a los pobres... Siempre amándolos más que a nosotras mismas, amándolos a costa de amarnos a nosotras mismas. Pastores y sacerdotes han reforzado siempre en las mujeres que su felicidad es el amor a los demás... como María. Esta idea contribuye a reforzar la inequidad, porque también los hombres pueden y deben realizarse en el amor a los demás. Y así lo enseñó Jesús de Nazaret, que en esto del amor, la compasión, la ternura, la no violencia, no hizo jamás ninguna diferencia genérica.
Donde Dios es Varón, los varones se creen Dios. Donde Dios es Hombre, los hombres son dioses. En un encuentro regional de mujeres evangélicas celebrado en junio 2004 en Buenos Aires, la Reverenda Judith VanOsdol lo afirmaba con contundencia. Escuchemos sus palabras:
La imagen de Dios que se predica y se emplea en muchas iglesias es inadecuada. Así, las iglesias relegan a la mujer a una segunda o tercera categoría, como si fueran seres inferiores, contribuyendo a invisibilizar el importante e histórico liderazgo de las mujeres. Las iglesias que imaginan o representan a Dios como un varón tienen que hacerse cargo de esta imagen creada como herejía. Porque donde Dios es varón, el varón es Dios. Concordemos entonces que cualquier lenguaje es inadecuado para contener todo lo que es Dios. La Biblia sostiene que Dios es Espíritu. Por ello tenemos que ampliar nuestros imaginarios para contemplar que Dios trasciende el género, no es ni masculino ni femenino. Y en la Palabra, hay una riqueza que incluye varias imágenes de Dios, incluso imágenes femeninas. La Biblia nunca habla de la sexualidad de Dios. El término "padre" es un termino relacional, que apunta a la igualdad de toda persona, como hija y como hijo. La base de la tentación en el jardín del Edén fue querer ser dioses. Esta tentación sigue en pie hasta el día de hoy. Cuando los varones se postulan como dioses por encima de las mujeres seguimos viviendo las consecuencias de este pecado, el desequilibrio y la injusticia de género (Van Osdol, 2004)
Incluso, en expresiones religiosas tan populares y liberadoras como las de la Misa Campesina Nicaragüense, Dios es un hombre. Cantamos que lo "vemos" en las gasolineras chequeando las llantas de un camión, patroleando carreteras... pero no lo vemos lavando o cocinando, mucho menos lo vemos chineando y dando de mamar. El Dios de la teología de la liberación también fue un Varón.
¿Qué más decir después de esto? Que ese Dios Varón, que además mete miedo, y que además está fuera de la historia, legitima el uso de un poder arbitrario y controlador, incluso violento, que los hombres ejercen sobre las mujeres. Contra sus mujeres. Contra sus esposas y sus hijas.
El abuso de poder con el que los hombres se imponen sobre las mujeres y deciden en su nombre cómo se gasta el dinero en la casa o qué leyes deben aprobarse, se expresa desde la Asamblea Nacional hasta los hogares. Tenemos que admitir que en Nicaragua no queremos que vuelva la guerra, pero que hemos convertido nuestros hogares en verdaderos campos de batalla.
También el abuso sexual debe verse "desde" aquí. El abuso sexual, sea fuera del matrimonio o dentro de él -qué dolor tan silenciado para tantas mujeres el de las relaciones sexuales forzadas dentro del "santo" matrimonio-, sea en forma de violación sexual violenta en las calles o como asalto insidioso en forma de incesto en el hogar, no es una debilidad moral ni un instinto irrefrenable de los varones ni debemos explicarlo desde el pecado de la lujuria. Es la suprema expresión de un abuso de poder, en este caso con el arma del pene, zona del cuerpo sacralizada en las religiones patriarcales.
Y mientras el pene es sagrado y con la circuncisión se consagra en el órgano masculino la alianza con el Dios Varón, la sexualidad femenina -su cuerpo, su menstruación- está tradicionalmente asociada al pecado, a lo sucio, a lo impuro, a la tentación, totalmente vinculada a la reproducción y nunca al placer. Estas asociaciones que circulan en el acervo mémico de la humanidad tienen una raíz religiosa y están en la base que legitima la inequidad, la violencia y el abuso sexual.
En la descomunal afectación que estas ideas -y sus prácticas derivadas- causan, las principales víctimas son, sin lugar a dudas, las mujeres. Las mujeres y las niñas. En primer lugar, porque esta cosmovisión las coloca, ya de entrada, en un estatus inferior de humanidad. Igual en la cosmovisión religiosa tradicional en su versión cristiana, en la que Dios es un varón todopoderoso; tiene un Hijo único, el Cristo, también varón, según la idea más generalizada algo así como un Dios pleno de poderes que vino al mundo disfrazado de hombre a hacer milagros y a sufrir.
Para reforzar este guión celestial, los representantes de Dios en la tierra son todos varones. Lo son totalmente en el catolicismo nicaragüense y en el universal. La iglesia católica se ha negado históricamente, en varias ocasiones y de forma terminante, a la posibilidad del sacerdocio o del diaconado femenino, argumentando que Jesús sólo eligió hombres y que Jesús era un hombre. En las diferentes denominaciones protestantes y evangélicas que hay en Nicaragua, debemos reconocer que el liderazgo femenino está aún muy limitado, en cantidad y en calidad. En ambas versiones del cristianismo, las mujeres no ocupan nunca en la Iglesia cargos de poder y de decisión.
Ellos -Dios y sus representantes- "pueden todo" (dictadores); "saben todo" y sus designios son "misteriosos" (no susceptibles al control, no obligados a la racionalidad ni a la transparencia y con derecho a la impunidad), "juzgan todo" (arbitrarios, con una legalidad inapelable, administradores de castigos). Este Dios, construido en la mente humana en estadios primitivos de su evolución, fue funcional al rey absoluto y al hacendado colonial, y lo sigue siendo al general de ejércitos, al gobernante autoritario, al caudillo del partido, al papa infalible y al sacerdote y al pastor controlador de conciencias. A toda la gama de varones con poder.
El espacio público donde se ejercen estos poderes es "naturalmente" y por designio divino el espacio de los varones. La cultura patriarcal que ha dominado la historia humana desde hace miles de años explica el sesgo totalmente masculino de las grandes religiones históricas... a pesar de que "Dios nació mujer", como sugerentemente documenta el periodista español Pepe Rodríguez en uno de sus libros, todos escritos con el afán de divulgar ideas provocadoras.
La ley divina ha dibujado las fronteras. El espacio público -la calle, la tribuna, la institución, la ley, el gobierno- para los hombres y el espacio privado -el hogar- para las mujeres, donde todas son "madresposas", aun cuando no tengan ni esposo ni hijos, aun cuando sean niñas pequeñas o ancianas cansadas. (ver Lagarde, 1993). Todas las mujeres cuidan, todas dan, todas se entregan, todas son las responsables de la casa y de las vidas que la casa alberga. Y en ese esfuerzo ingente de cuidar en silencio la vida en el espacio privado, no todas, pero muchísimas de ellas, reciben en pago violencia de manos de los varones, quienes por tener el poder tienen también el mandato divino de ejercerlo a cualquier costo. La mayoría de la humanidad vive actualmente aceptando como inamovibles esas fronteras diseñadas por ese Dios. En Centroamérica, en Nicaragua. ¿En cuántos países más?
Sobran miradas de hombre, faltan miradas de mujer
En Nicaragua, en Centroamérica, quisimos cambiar las cosas. Las fronteras, las realidades. Menos las ideas, menos las raíces de las ideas. Porque en la forma de ejercer el poder, en la forma de concebir la sociedad, en las vías elegidas para desarrollar la economía y especialmente, en los caminos por los que entramos o dejamos de entrar al terreno de la cultura, en nuestras revoluciones, y especialmente en nuestros revolucionarios, sobró la mirada del varón y faltó la mirada de la mujer. Las distintas expresiones de la guerra que acompañaron todos los esfuerzos revolucionarios de los años pasados ensombrecieron aún más la mirada de los varones. La guerra no es, nunca es "la paz del futuro". Es un producto cultural masculino que acentúa el verticalismo, la agresividad y la intolerancia.
En los esfuerzos revolucionarios de estos años pasados las mujeres se hicieron más cargo del espacio público que los hombres del espacio privado. Las mujeres se apropiaron con más entusiasmo de sus deberes con la sociedad que de sus derechos como seres humanos plenos. Y así, el terreno que quedó más intocado fue el de lo privado. La lucha por la justicia y por la dignidad que vanguardizaron los hombres apenas penetró por las puertas de los hogares, donde siguió reinando la violencia machista. En las calles y en las montañas los revolucionarios combatían a las dictaduras, mientras en sus casas imperaba su poder dictatorial.
Cuánto se reflexiona y se trata de incidir hoy, por ejemplo, en la prevalencia de la impunidad en los sistemas de justicia centroamericanos. Necesario y justo objetivo, pero sin una equivalencia adecuada en la reflexión y las acciones que demanda enfrentar la impunidad en la que permanecen la mayoría de las agresiones físicas y sexuales de los hombres contra las mujeres y las niñas al interior de los hogares centroamericanos, donde los golpes, el abuso sexual y el incesto, también la frecuentísima violación dentro del matrimonio, son males nuestros de cada día. Ninguna institución más antidemocrática en la estructura social de nuestros países que la familia, ningún espacio más antidemocrático que el hogar.
Cuánto se reflexiona y se trata de incidir hoy, por ejemplo, en la inseguridad ciudadana como característica de la violencia estructural que ha quedado en nuestros países como una de las secuelas de las guerras de los años ochenta. Mucho menos se toma en cuenta este dato alarmante: todas las investigaciones y estudios demuestran que el lugar más inseguro para las mujeres centroamericanas no es la calle donde actúan las famosas maras o pandillas ni tampoco es la maquila, donde actúa la voracidad de los inversionistas extranjeros. Donde sus vidas corren más peligro es en el hogar, el lugar en donde comparten la vida con los hombres que son sus compañeros y dicen amarlas. Por no decir que la inseguridad es para las mujeres un estado habitual. Así lo explica magistralmente Pierre Bourdieu, cuando afirma que todas las mujeres, todas, vivimos siempre en una inseguridad profunda, que nace de la que nos provoca nuestro propio cuerpo, tan apetecido y a la vez tan estigmatizado en la cultura patriarcal plenamente sustentada, explicada y justificada en el Dios de las religiones patriarcales(Bourdieu, 2000).
La cultura patriarcal aprendida, profundamente enraizada en nuestros países, enseña a las mujeres que el sentido de su vida es vivir "para los demás". Que se "realizan" amando al marido, a los hijos, a los padres, a los alumnos, a los enfermos, a los pobres... más que a sí mismas y sacrificándose por ellos, sea cual sea el tamaño del sacrificio que ese amor incondicional les imponga. Los sacerdotes del Dios tradicional refuerzan en las mujeres -madres, esposas, monjas- que el secreto de la felicidad está en ese vivir para los demás, en esa "dependencia vital" -como la llama la antropóloga mexicana Marcela Lagarde-... aunque ellos mismos no parecen experimentar su propia felicidad de la forma en que la predican y proponen a las mujeres. (Ver Lagarde, 1993)
La cultura patriarcal en versión nica y centroamericana les enseña también desde muy niñas que sólo serán "alguien" y tendrán una identidad social válida si son madres, si tienen un hijo -después vendrá más de uno-, a la vez que les enseñan que la relación sexual con la que se hacen los hijos es algo peligroso, malo y sucio. En esta tremenda contradicción existencial -que explica raptos, una epidemia de niñas-madres y abusos sexuales de toda especie- quedan atrapadas las adolescentes de nuestros países desde muy temprana edad. Para "resolverla" la religión les presta un símbolo igualmente contradictorio: la idolatría a María, virgen inmaculada libre del "pecado" sexual y madre de un hijo excepcional, modelo de todas, y providencial mediadora de la que echar mano para dulcificar el pragmatismo resignado ante la violencia de los hombres y ante el Dios también violento que castiga, juzga y ha escrito fatalmente el destino, especialmente el de las mujeres.
En la era de la globalización, el desempleo, el trabajo por cuenta propia y las maquilas
En todo el mundo, en el siglo que acabó, y aún en las sociedades más marcadas por el machismo, las mujeres han ido consiguiendo un mayor protagonismo económico. Trabajar fuera del hogar y disponer de recursos económicos propios comienza a introducir más variables en sus destinos marcados desde arriba. Pero nunca ningún avance social es un proceso lineal. La crisis económica de Centroamérica es patente y ha sido ya objeto de una montaña de investigaciones. En el centro de esa crisis se encuentra una contradicción aterradora: quienes sostienen cada vez más la economía, son quienes reciben cada vez mayor violencia.
Las economías centroamericanas, hoy más que nunca antes, se sostienen sobre las espaldas de las mujeres. Tres realidades lo demuestran: el desempleo, el trabajo informal y las maquilas. El desempleo -mutación social de nuestra época- se extiende hoy por toda la región. Pero aunque una mujer esté desempleada, nunca estará sin trabajo. Con su trabajo las mujeres sostienen el corazón de la economía, que late en los hogares. El trabajo informal -aquel en el que quien trabaja se crea su propio empleo y es su propio patrón- es hoy el más abundante en nuestros países. En la informalidad, las mujeres centroamericanas siempre fueron, y hoy siguen siendo, mayoría: cosen, elaboran todo tipo de alimentos, lavan y planchan ajeno. Se calcula que el 60% de las mujeres de Centroamérica son trabajadoras por cuenta propia, con jornadas de 16-18 horas diarias en triples jornadas interminables. Y en las maquilas, esa única "solución" a la falta de empleo que hoy domina el paisaje regional, más del 90% de las trabajadoras son mujeres. En otra esquina de la realidad económica, las investigaciones demuestran que, resignada a no poder cambiar el país, la población centroamericana cambia de país. La emigración es cada vez más masiva, más indetenible. Y cada vez son más las mujeres que emigran. Con el "mal de patria" a cuestas, envían a sus familias las remesas que les permiten sobrevivir (Fauné, 1995).
Ante este creciente protagonismo y los nuevos recursos económicos en manos de mujeres, factores que alteran el equilibrio de poder tradicional en la familia, ¿qué han hecho los hombres? Aferrarse más a su poder. Hay más violencia en el hogar y más borrachos en las cantinas. "Ahuevados y encachimbados": así están hoy los varones nicas, perdidos y sin rumbo en un nuevo mapa socieconómico en donde ya no tienen el poder ni el control que tenían antes, pero aún siguen creyendo que tienen el derecho divino a mantenerlo. Y cuando no es así, cuando no hay ni golpes ni alcohol, lo que hay es el tutelaje de la mujer, ese paternalismo que, protegiendo, impide la autonomía. Lo que hay es esa jerarquía social y familiar, bendecida en los templos y enseñada en las aulas, donde las mujeres son siempre subordinadas o por el temor o por el amor incondicional al que se deben. Cada quien en su sitio. Porque Dios así lo ha querido.
¿Cómo pensar así en el desarrollo?
Cuánto se reflexiona y se trata de incidir hoy, por ejemplo, en los obstáculos que tienen nuestros países para alcanzar el desarrollo. Mucho menos se toma en cuenta esta conmovedora realidad: las mujeres, que son la mitad de la población económicamente activa, que en el hogar, la calle y la maquila sostienen la economía, reciben un maltrato extremo en sus hogares. En hogares cristianos, católicos y evangélicos. Mientras escribo llegan los datos de una pionera encuesta realizada en Managua, que demuestra que en el 60% de los hogares evangélicos las mujeres confesaron recibir maltrato de sus esposos. ¿Y las que no se atreven a confesarlo para no pecar contra el Dios que desde el inicio del mundo las predestinó a la obediencia, creándolas subordinadas, de la costilla del varón? (Envío, 2004).
¿Cómo llegará a trabajar a una fábrica o a una oficina una mujer que la noche anterior fue golpeada por su marido o violada sexualmente por él? ¿Cómo pensar en el desarrollo si con el sol de cada día la mitad de la población de nuestros países amanece humillada, atropellada en lo que es más suyo, su propio cuerpo? Atropellos que ellos ejecutan y que ellas aceptan con un pragmatismo resignado que se nutre de la religión. Ellos ejecutando el maltrato porque la cultura aprendida les obliga a expresar constantemente su virilidad, que identifican con dominio y que concentran en la actividad genital, lo que les hace entender y vivir toda relación sexual más como una relación de dominación y de afirmación personal que como una relación de amor equitativo. La sexualidad de los hombres no es democrática, es autoritaria. No supone ciudadanía ni puede construirla, ni en ellos ni en ellas.
Es en el nombre de Dios que los representantes de Dios y quienes gobiernan bajo el alero de Dios explican, mantienen, sostienen y defienden el modelo genérico de opresión que se expresa de éstas y de tantas otras maneras en la sociedad nicaragüense, en las sociedades centroamericanas, y en tantas otras sociedades del Sur. Es por eso que cuando Phoolan Devi, la "reina de los bandidos" de la India, nos cuenta su vida desde que era una niña en una aldea de Uttar Pradesh, inicia el relato de su deslumbrante trayectoria de rebeldía ante esta opresión preguntando por Dios: quién es Dios, cómo es, dónde está, qué hace... Necesitó desde que su cerebro empezó a pensar respuestas creíbles a estas preguntas para explicarse un diferente orden del mundo, para imaginar otro mundo posible, y para empezar a construirlo defendiéndose de las superpuestas discriminaciones que la limitaban: por niña, por pobre, por su casta y sobre todo por mujer.
Las ideas del judío marginal que fue Jesús de Nazaret
Con palabras y con acciones, ese "judío marginal" que fue Jesús de Nazaret entregó a la humanidad pistas esenciales para construir una idea alternativa de Dios. Lo llamó no sólo padre, sino papá (abba) y habló con él como su "papaíto", comparándolo también en varias ocasiones con una mujer, con una madre. Lo presentó como novio en fiesta de bodas, como quien siempre perdona, quien siempre espera, quien se apasiona por buscar y encontrar a cada hijo y a cada hija. Lo reveló como un Dios parcial que toma partido por los de abajo, por los excluidos -en el tiempo de Jesús una inmensa mayoría: mujeres, niñas y niños, enfermos, pobres, jornaleros, los sin tierra, las sin derechos, los sin trabajo, las sin marido- y anunció que Dios tenía un plan para la historia humana: que a nadie le sobre y a nadie le falte. Insistió en el "orden" querido por Dios: vida en abundancia. Y para lograrlo, nadie arriba, nadie abajo, ningún maestro, ningún señor, todos hermanos. Planteó como dilema fundamental "o Dios o el dinero" y proclamó que sólo la verdad nos hará libres. Enfrentó, en nombre de ese Dios, fiel a los planes de ese Dios y con una pasión que arrastró a multitudes, a los sacerdotes (los hombres sagrados), al sábado (la ley sagrada en el día sagrado), al templo (el lugar sagrado) buscando cuestionar, y hasta arrasar, con cualquier jerarquía basada en esa dicotomía tan propia de las religiones: sagrado-profano, puro-impuro, santo-pecador.
En nombre de ese Dios, Jesús fue feminista: acogió a mujeres en su grupo y les dio autoridad en la comunidad de varones. No habló contra los guerrilleros de su tiempo, aunque propuso la no violencia como camino y habló siempre de anteponer el amor y la compasión al odio y a la venganza. No dijo una sola palabra contra los homosexuales y sí muchas y muy fuertes contra sacerdotes, gobernantes corruptos y fariseos, la secta fundamentalista de los "elegidos" de entonces. Destacó el valor sagrado de la sexualidad, cuestionando el abuso de los hombres contra las mujeres, desde las miradas acosadoras hasta las machistas leyes de divorcio de su tiempo.
No se impuso, propuso, rechazó el poder como ejercicio de arbitrariedad y proclamó el poder como responsabilidad con la vida y como servicio a los demás. Propuso permanentemente virtudes entendidas culturalmente como femeninas y por eso menospreciadas: el amor, la compasión, la ternura, el cuidado amoroso. Apasionado por la justicia que no veía ni en su patria ni en el mundo que conoció, luchó denodadamente por hacerla realidad en mentes y en corazones, seguramente soñando que ideas tan novedosas servirían de inspiración para consolidar lo que él llamó "el reino de Dios": comunidades de creyentes basadas en la equidad, el servicio, la justicia y la búsqueda de la paz. Fracasó en su empeño. Muy pronto fue perseguido y finalmente fue torturado y asesinado por la casta sacerdotal y el imperio romano. Su muerte y su fracaso, como el de tantos otros y otras, antes y después, fue sólo semilla. La fe cristiana que nació en el Jerusalén de hace dos mil años afirma: pasó haciendo el bien, tenía razón en todo lo que dijo y en todo lo que hizo, y por eso, como evidencia, Dios lo levantó de entre los muertos y está vivo.
¿Somos un pueblo cristiano, seguidores de Jesús?
Aunque nuestra cultura religiosa carece de historia, aunque se basa en el miedo a Dios y aunque es machista y venera a un Dios Varón, nos decimos cristianos, afirmamos continuamente que vivimos en un país cristiano y en una sociedad cristiana, y con frecuencia justificamos nuestras acciones con nuestros valores cristianos.
Pero esta cultura religiosa, que es la mayoritaria, la que prevalece en imágenes y en ideas, en convicciones y en actitudes, ¿es realmente una cultura religiosa cristiana? No lo es. Absolutamente no lo es. Porque ser cristiano no debe ser nada más, ¡y nada menos! que conocer a Jesús, comprometerse con su mensaje, y aquí y ahora, en este tiempo y en este país, seguir las pistas que Jesús nos dejó para que construyéramos la idea de Dios y tuviéramos fe en ese Dios
desde la historia, como lo hizo él;
sin miedos, como la vivió él;
y en la equidad de hombres y mujeres, como lo propuso él.
En el proyecto de Jesús de Nazaret, el Dios a quien Jesús llamó su abbá, su papá, es capaz de transformar la historia, los miedos de la vida personal y la injusta sociedad en la que sobrevivimos. Jesús de Nazaret nos habló de este proyecto como una comunidad, nadie arriba y nadie abajo, nadie señor, todos hermanos y hermanas, hijos de un Dios a quién nos presentó en sus historias no sólo como un pastor que busca ovejas o como un padre que brinda un banquete, sino también como una mujer que busca desesperadamente una monedita que se le perdió o como un ama de casa que amasa harina para hacer pan.
Tenemos por delante una gran tarea: hacernos cristianos y cristianas. Para esto, es necesario transformar la idea de Dios. Es una tarea pendiente.
Hace muchos años, le pregunté a un gran conocedor del tiempo de Jesús y de su legado, el biblista español Juan Mateos, cómo podría definirse el "proyecto" de Jesús en palabras actuales. "Un socialismo anárquico", me contestó con convicción. Socialismo porque su proyecto fue comunitario, un estilo de vida en común, solidario, no individualista. Anárquico, por su frontal enfrentamiento a las autoridades, al sistema de poder, a los mecanismos del poder y por su defensa de la libertad y la dignidad personales.
¿Podremos, con esta materia prima, comenzar a transformar la idea de Dios que prevalece en nuestros países del "Occidente cristiano", podremos con estas pistas enfrentar la violencia y el empobrecimiento desde otra perspectiva y así construir ciudadanía? Mi esperanza es que sí podemos, que otro Dios, el Dios de Jesús, es posible. Y que al asumir este esfuerzo nos encontraremos con las pistas brillantes que otras religiones nos han ido dejando en el camino para darle nombres al Innombrable. En este camino tal vez descubriremos que el Innombrable tiene también rostro femenino, nos encontraremos con aquella Diosa a la que intuyeron y veneraron nuestros ancestros.
Mientras la "pregunta religiosa" fundamental sigue siendo ésta: ¿hay vida después de la muerte?, un tercio de la humanidad, sometido hoy a un empobrecimiento deshumanizante, se pregunta: ¿Habrá vida antes de la muerte? Ese empobrecimiento deshumanizante que debe indignarnos y movilizarnos no tiene sólo causas objetivas -hoy, el modelo económico neoliberal, la globalización financiera, la hegemonía militar estadounidense. Tiene también raíces culturales y subjetivas cimentadas en la religión, en una determinada idea de Dios. Nos corresponde, desde todas las religiones, desde la fe o el agnosticismo, transformarla. Para que otro mundo sea posible. Aiban Wagua (1992), Citado por el obispo Samuel Ruiz en el II Encuentro-Taller de Teología India de la Región Mayense. Chichicastenango, El Quiché, 14-19 septiembre 1992.
Bourdieu, Pierre (2000), La dominación masculina. Barcelona: Editorial Anagrama, 2000.
Dawkins, Richard (1994), El gen egoísta. Barcelona: Salvat Editores.
Drewerman, Eugen (1997), Dios inmediato. Entrevista con Eugen Drewermann. Madrid: Editorial Trotta.
Envío (2004), “Evangélicos: Violencia”, Noticias del Mes, Mayo 2004.
Fauné, María Angélica (1995), "Mujeres y familias centroamericanas: principales problemas y tendencias". Sintetizado y publicado en Envío en tres partes: "Las familias, las mujeres: qué dice la realidad" (junio 1995); "Familias; violencia y sobrevivencia" (julio 1995); y "Hogares ampliados y en manos de mujeres" (agosto, 1995).
Lagarde Marcela (1993), Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
La Prensa (2002), “Nicas dejan su destino a la buena de Dios”, 16 de junio 2002.
Van Osdol, Judith (2004), Nuevo Siglo, Revista del Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI), Julio 2004.
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