martes, 7 de junio de 2011

EL LIDER DE LA ESPERANZA QUE NECESITAMOS

Víctor Rey

Barack Obama asumió como el 44 Presidente de los Estados Unidos, y se transformó en el primer líder afroamericano.  Ya logró algo asombroso: el restablecimiento de la mitología de la posibilidad americana.  En una época poco prometedora, con el brillo estadounidense atenuado y el país enfrentado a la peor depresión económica desde la década de 1930, este simbolismo es tan importante como el desempleo creciente y las dos guerras que lo esperan.  Con su padre keniano, su madre estadounidense y su abuela musulmana, Obama le habla a un mundo que fluye.  Desde todos los rincones del mundo a Obama se lo ve como alguien familiar.  Como tal, su ascenso expresa a todos y cada uno que sigue sin haber límites para lo que se puede alcanzar en Estados Unidos.   Esto es importante porque las expectativas globales siguen todavía puestas en las ideas estadounidenses.
El interés que el mundo manifestó por la elección norteamericana es el mejor ejemplo del poder de Estados Unidos, así como una lección de democracia de parte de la única superpotencia del mundo.   Nunca en la historia de un presidente de EE.UU. ha entrado en la Casa Blanca con una popularidad tan grande como Barack Obama.  La toma de posesión fue una hermosa ceremonia, por la asistencia, el discurso de este gran orador y, sobre todo, porque los que siguieron, en vivo o en TV, compartieron la impresión de estar asistiendo a un “momento histórico”.
Una de las cosas que más llamaron la atención en la toma de posesión es que esta estuvo marcada por signos religiosos, desde la prédica- oración  por los pastores escogidos por el nuevo mandatario, hasta las numerosas alusiones a Dios en su mensaje inaugural. El nuevo presidente en esto sigue la tradición estadounidense, donde la mayoría de la población se declara cristiana.
La reciente toma de posesión de Obama sorprendió a muchos que conocen la fuerte separación que existe en Estados Unidos entre la Iglesia y el Estado.  Pero también recordó al mundo que los Estados Unidos se siente cómodo incorporando la religiosidad en sus actos públicos porque no hay una sola iglesia que aparezca como la religión dominante.  En tanto los estadounidenses privilegien una sociedad de tolerancia y diversidad religiosa, y de oportunidades para que la gente experimente con diversos credos, la religiosidad seguirá teniendo un lugar importante en los rituales políticos de esa nación que profundamente cree ser legítima beneficiaría de las menciones de Dios.
Entre las muchas explicaciones de por qué Barack Obama fue elegido presidente de Estados Unidos, una cosa es cierta: América Latina no jugó ningún rol.  Es verdad que el TLC con Colombia y la independencia del petróleo venezolano fueron puestos en los debates y McCain criticó a Obama por su deseo de sentarse con líderes como el Presidente Hugo Chávez. Pero nada de eso importó en el resultado final.
América Latina es la región que le es menos familiar.  Pero se ha comprometido a corregir ese vacío.  Ahora su política hacia la región debería ser la que, felizmente, vienen siguiendo más o menos los últimos gobiernos norteamericanos: apoyo y colaboración con las democracias y rechazo de las dictaduras, de cualquier índole.  Y en el campo económico resistir los llamados al “nacionalismo” de los sindicatos reaccionarios de EE.UU., desconsiderar su posición a los TLC y alinearse con quienes propician la apertura de mercados iberoamericanos.
Una de las cualidades que más se ha hablado y escrito sobre Obama es en referencia a su liderazgo.  Lo que más llama la atención  es su carisma, uno de los fenómenos más raros de este tiempo.  La persona que tiene carisma es capaz de inspirar entusiasmo allí donde hay escepticismo; sentido de comunidad allí donde existe apenas competencia; un poco de trascendencia allí donde cada uno siente que el asunto no da para más; sentido de futuro allí donde el pasado parece aplastarnos; algo de sacralizad allí donde todo es demasiado profano; algo de liturgia allí donde todo parece indicar que se trata de una simple entretención.  En suma, el carisma es capaz de convencernos siquiera por un momento que, a pesar de todos sus defectos, este mundo vale la pena.
El sujeto carismático es capaz de conferir sentido a vidas individuales que de otra forma se vivirían para fines desconocidos y lejanos.  El carisma es entonces algo que tienen en común los profetas y los grandes políticos, una zona traslapada de de religión y política.
Por eso, no es raro que Obama hable con la contención física y gestual de un profeta seguro de sí mismo; sea capaz de transmitir entusiasmo sin malabares y sin histeria, y tenga la habilidad para hacer sentir a quienes lo escuchan que las tareas colectivas siguen valiendo la pena.
En estos primeros días hemos visto que Obama está tratando de devolver la confianza a los ciudadanos.  Hacerles ver que, finalmente, hay un líder que ha decidido enfrentar los problemas del país con decisión y vigor; un líder que se preocupa por el ciudadano común y corriente, y por la manera cómo Estados Unidos es visto por el resto del mundo.  En definitiva Obama debe mantener encendida la llama de la esperanza.
La elección de Barack Obama tiene una lección muy simple, y a la vez muy poderosa, para América Latina.  Es posible entusiasmar a la juventud en temas políticos y religiosos.  Basta con un candidato o un líder que les hable del futuro y del cambio verdadero y profundo, basta con una persona que los ilumine y les dé esperanza.  Eso es todo.  No es fácil, pero tampoco imposible.

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