lunes, 30 de mayo de 2016


“Este no es el peor de los mundos”

Uno de los más importantes filósofos de la posmodernidad estuvo el 25 de agosto en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Bogotá. El francés habló con 'Arcadia' de las Farc y la izquierda, la felicidad y la religión, el desencanto y el papel del intelectual hoy.

POR RODRIGO RESTREPO* BOGOTÁ

Gilles Lipovetsky es un desencantado feliz. O al menos un desencantado que lucha contra el desencanto e intenta alcanzar una frágil felicidad en tiempos del consumo. Fue uno de los primeros autores en hablar de la sociedad posmoderna en La era del vacío (1983), el ensayo que lo convirtió en una celebridad intelectual. En él exponía de una manera fría y cruda el consumismo, el narcisismo y el hedonismo de los individuos contemporáneos, así como la pérdida de sentido de las grandes instituciones sociales y políticas.
Desde entonces ha ejercido como un observador agudo de la sociedad ‘hipermoderna’, como prefiere llamarla. Ha escrito sobre la moda y el lujo (El imperio de lo efímeroEl lujo eterno), sobre la relación del ser humano con las pantallas (La pantalla global), sobre la decepción y la felicidad (La sociedad de la decepciónLa felicidad paradójica) y más recientemente sobre el arte y la estética en la sociedad del mercado (La estilización del mundo: vivir en la era del capitalismo artístico), entre otros temas.
Profesor de la Universidad de Grenoble y Caballero de la Legión de Honor de Francia, Lipovetsky es además doctor Honoris Causa de universidades como la Sherbrook en Canadá, la Nouvelle Université Bulgare o la Universidad Veracruzana en México. A pesar de ser un lúcido crítico de la cultura liberal y capitalista planetaria, este filósofo y sociólogo francés no cree que vivamos en el peor de los mundos. Sin embargo, sostiene que el mercado no tiene todas las respuestas a nuestra profunda decepción posmoderna.
Parece que hoy estamos demasiado decepcionados con las ideologías como para una auténtica acción o confrontación. Sin embargo, la violencia y la política se resisten a salir de la escena. Con todos los problemas que los diálogos entre las Farc y el gobierno puedan tener, implican una apuesta por un debate político e ideológico. ¿Tiene sentido apostarle a este debate y a pensar una izquierda contemporánea, o están definitivamente muertas las ideologías?
Por supuesto que tiene sentido. Toda la pregunta reside, sin embargo, en asegurarse de la factibilidad de estas cosas. Claramente la posición de las Farc es arcaica y privada de cualquier futuro. Pero parece que tienen todo el interés en jugarse la carta de la reconciliación. El asunto del sentido no es tan importante en el caso colombiano. Lo importante es poder establecer una paz duradera, que no sea un artificio.

Permítame formularle de nuevo la pregunta: ¿es posible tener un debate político e ideológico a estas alturas de la ‘hipermodernidad’, como la llama usted?
¿Con las Farc?

Claro.
No creo que con las Farc haya un debate ideológico posible. Puede haber un debate técnico para saber de qué manera se organizará el tema de la justicia, del desarme, etc. Pero la ideología de las Farc es absolutamente inaceptable. Es una guerrilla de bandidos, y no hay debate ideológico con este tipo de posiciones. La ideología de las Farc parece reducirse a asesinatos y acciones de guerrilla en pleno siglo xxi, y eso no es un modelo ni una propuesta para la Colombia del mañana. Hay una multitud de debates ideológicos hoy, sobre el tema de las energías renovables, de las cárceles, del medio ambiente. Pero no hay un modelo ideológico que se pueda debatir cuando es sostenido por un grupo armado que precisamente no entra en un debate, sino en prácticas violentas.

Es que precisamente las acciones de las Farc han perjudicado la existencia de una izquierda inteligente en este país. Entonces, ¿es posible pensar una izquierda contemporánea?
Sí, por supuesto, pero ¿qué izquierda? Mire el caso de la izquierda radical que llegó al poder en Grecia, con un programa claro, pero con un resultado catastrófico. En Venezuela también hay una izquierda radical, marxista, y el país, que es riquísimo, está en bancarrota. Los ejemplos de izquierdas de este tipo dan resultados detestables por doquier: en Cuba, en Corea, en Grecia o en Venezuela, porque son izquierdas ideológicas que no toman en cuenta la realidad. Las ideas, sí, son buenas y hacen falta. Pero no se puede cambiar la realidad solo porque no nos gusta. Hay una ley de los mercados, que puede no gustarnos, pero que es la que tenemos. Se necesita de una izquierda inteligente, creativa, que no aplique medidas mágicas o piense que la redistribución es lo primero, o que bastaría con eliminar a los ricos para salvar a un país. Una izquierda responsable debe, de manera muy concreta, aceptar la realidad del mercado. Ya no estamos en la época de Marx ni de la Guerra Fría. El mercado tiene muchos vicios, claro está, pero no los tiene todos. La democracia, creo, exige una alternancia del poder, por lo cual la izquierda tiene su espacio, pero una izquierda capaz de hacer evolucionar algunos puntos del capitalismo. Porque si solo desea eliminarlo y diabolizar a Estados Unidos, no nos va a llevar a soluciones constructivas para el futuro.


Gilles Lipovetsky, el 27 de agosto de 2003, en el campus de la Universidad de Jouy-en-Josas.

Usted hace explícito que no quiere moralizar, ni juzgar el estado actual de la sociedad. Entiendo que su labor es más la de mostrar un cierto estado de cosas. Pero ¿no es muy fácil, o quizá cínica, la posición del intelectual ‘desencantado’, que se limita a ‘tomar nota’ de la realidad sin arriesgar una postura?
No veo qué tenga de cínico. Spinoza decía que lo que importa primero es entender. Juzgar no es difícil, pero entender es más complicado, porque hay que explicar las cosas. La edad de los intelectuales que pensaban iluminar y guiar a la humanidad, dar el sentido de la vida y decir lo que hay que hacer y no hacer ya pasó. Me parece que esa era una visión religiosa de la vida intelectual y no comparto esta visión. Me siento profundamente laico, no creo en estas grandes visiones. Lo que tenemos hoy son sistemas de inteligibilidad generales. Gracias a la tv, a internet y a los medios, hoy estamos en capacidad de obtener mucha información. Pero el panorama no es tan claro, no es tan fácil atar cabos. Es ahí donde los intelectuales traen visiones globales de las cosas. Pienso que el mundo en el cual vivimos ni es una abominación ni es un paraíso. Creo que es complejo, con aspectos positivos y negativos. El intelectual debe tratar de mostrar este paisaje paradójico, contradictorio, y no simplificar diciendo ‘esto está bien y esto está mal’, porque eso lo puede hacer cualquiera. Es mejor dejar el libre juzgamiento a los lectores, porque no son niños. Yo creo que esta no es una postura cínica, pues se basa en el principio de que los hombres son ciudadanos y que este trabajo es de todos. Creo que la gente a mi alrededor tiene un grado de inteligencia que debe ejercer a partir de lo que lee, escucha y de su propia experiencia.

De acuerdo. Sin embargo, mi punto es: al no juzgar, ya estamos de hecho tomando posición. ¿No está legitimando el intelectual lo que ocurre cuando no toma una posición sobre eso que ocurre?
¿Que si la decisión de no juzgar es ya una posición?

Exacto.
Sí, tiene razón, pero trato de decirle por qué. Porque el mundo en el que estamos no es el peor de los mundos. Tampoco es el mejor. Lo que me incomoda en la posición de los nuevos intelectuales es que tienen pensamientos demasiado catastróficos, apocalípticos, sensacionalistas. Ese es un maniqueísmo radical y fácil. A partir de ahí uno podría decir que está radicalmente en contra del dinero, del mercado, etc. Pero este no es mi punto de vista. Yo creo que hay críticas para formular, pero no críticas absolutas, sino críticas puntuales. Es cierto, no me molesta reconocerlo: no condeno la globalización, ni el mercado, ni el liberalismo. Pero tampoco los acepto integralmente. Tenemos que aceptar los grandes axiomas de la sociedad en la que estamos hoy, pero a partir de esto podemos declinar el capitalismo de muchas maneras: entre el capitalismo brasileño y el sueco hay muchas diferencias. No son el mismo y, sin embargo, ambos son capitalismos. Simplemente creo que ya no tenemos modelos alternos que sean creíbles: es una ilusión creer que hay alternativas globales, al menos por el momento. En los sesenta nos decían: “Elecciones, trampa de tontos”. ¿Y entonces qué vamos a poner en su lugar, el poder de los soviets? La dictadura del mercado puede tener puntos negativos, pero ¿qué vamos a poner en su lugar? La publicidad es mala, ¿y qué vamos a hacer, destrozarla? ¿Cómo vamos a hacer para funcionar en nuestro mundo comercial sin la publicidad? Hay cosas positivas en el mercado: pone a las sociedades en movimiento, derrumba fortalezas. Pero claro, también genera injusticias e inequidades. Es toda esta complejidad lo que hay que tratar de ver. Si me quiere hacer decir que acepto el mundo liberal de nuestra época, mi respuesta es sí, porque para mí esto no es el infierno.

Usted dice en su libro La felicidad paradójica que nunca antes habíamos tenido tantas opciones para estar satisfechos o ‘ser felices’ como en nuestra actual cultura del consumo. Pero desde luego, ni estamos satisfechos, ni somos más felices. Parece que una mayor autonomía individual implica una mayor angustia psicológica. Somos más libres, pero a la vez estamos más vulnerables a la depresión y a la ansiedad. ¿Podría explicarnos un poco más esta paradoja de la felicidad?
Lo que pasa es que la sociedad de consumo nos pintó la puerta de la felicidad, pero no nos pintó una puerta de la tristeza. Hay una razón por la que es importante no sacralizar el consumo, y es que no está a la altura de los ideales humanistas. La edad moderna consagró al hombre como el centro de los valores, pero el consumo no puede ser el objetivo de la existencia. Es bueno como un medio para hacer otras cosas: con aviones se puede viajar por el mundo, con un smartphone usted tiene acceso a informaciones prácticas y está en comunicación con amigos, etc. Pero su ideal debe ser pensar, actuar, la justicia, el amor, la creación, no el consumo. Hay demasiadas personas adictas al consumo, y el fetichismo del consumo no es bueno. Hay cosas más interesantes y nobles. Como profesores, políticos e intelectuales podemos dar herramientas a las personas a fin de que no reduzcan sus vidas a un mero acto de consumo.

Volviendo a la cuestión de la felicidad, estoy convencido de que no hay una solución. Si la hubiera, con los 25 siglos de sabiduría que llevamos en Occidente ya la tendríamos. Somos seres frágiles, y creo que el hombre solo puede pretender una frágil felicidad, como la llamaba Rousseau. Creo que tenemos que confrontar a la ideología del mercado (que dice que cuanto más consumamos, más felices seremos), con otras ideologías más New Age, que solo predican la sabiduría interior y el control de nuestra propia existencia y felicidad, y que me suenan a mí como mágicas. Así entenderemos que los hombres están un poco entre estos dos extremos y que no tienen la solución a la felicidad. El ser humano es complicado: necesitamos saber por qué estamos acá, darle un sentido a nuestra existencia. Por eso la gente se compromete, participa en acciones contra el calentamiento global, a favor de los animales, los homosexuales, la naturaleza… Hay miles de causas válidas que el consumo no le puede dar.

Usted habla de un ‘culto al mercado’. ¿Cree que hemos transferido el sentimiento religioso a las dinámicas del capitalismo? ¿Puede el fenómeno religioso desaparecer o ser ‘consumido’ por el mercado?
En el siglo xix, los librepensadores, los comunistas, los anarquistas, los socialistas, consideraban que el progreso técnico nos llevaría poco a poco a borrar el sentimiento religioso. La realidad es que no fue así. Las ciencias y las tecnologías son cada vez más potentes, pero por ejemplo en Estados Unidos 9 de cada 10 personas declaran que creen en Dios. Todos los indicadores del catolicismo tradicional están a la baja, pero al mismo tiempo el matrimonio se mantiene. Se ven también muchas conversiones: la gente hoy se convierte ya no en respuesta a guerras o invasiones, sino a deseos personales de entrar en otras religiones. Y también se multiplican los nuevos movimientos religiosos, como los carismáticos o las sectas. Pienso que el consumismo no significa la ruina de lo religioso, sino que lleva a su individualización. En Europa, la mayoría de la gente ya no toma posición sobre la cuestión de la existencia de Dios. Dicen: ‘Bueno, sí, de pronto hay algo, no sé’. Hay una especie de incertidumbre, una falta de determinación. Esto conduce a la gente a aceptar unas cosas de la religión, pero otras no. Se declaran católicos pero no practicantes, o no están de acuerdo con el papa, o con el aborto. Es decir, se construyen una religión un poco a la carta. Lo cierto es que la posición atea, radical y dogmática, ya no es hoy la posición dominante.

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