Woody Allen cumple 80 años
“¿Tiene algo de bueno vivir para
siempre? A veces, en las noticias, veo reportajes sobre cierta gente muy alta,
que vive hasta los 140 años en villas cubiertas de nieve. Por supuesto, lo único que comen es yogur, y cuando
finalmente mueren no los embalsaman. Los pasteurizan”. (Woody Allen)
Víctor Rey
Si todo sale de
acuerdo al plan, el próximo 1 de diciembre Woody Allen, debería festejar su
cumpleaños 80 en la sala de montaje, editando su película número 47. En la recta final hacia sus ochenta años, el director
de “Interiores”, “Zelig”, “Celebrity” y tantas otras no se da tregua. Allen trabaja al mismo ritmo que hace más de
medio siglo y, aunque sus películas de hoy palidecen frente a las antiguas, nos
hemos acostumbrado a verlas año tras año.
Como si fuera a ocurrir para siempre.
La primera película
que vi de Woody Allen fue por allá por 1975
en el cine de la Universidad de Concepción. Inmediatamente me atrajo este director-actor
multifacético que combinaba el humor, la reflexión psicológica, la religión, la
relación de pareja, la crítica a la sociedad contemporánea, y la filosofía como
en “La última noche de Boris
Grushenko” (1975), se
suceden diálogos tipo: "Todos los hombres son mortales. Sócrates era
mortal. Por tanto, todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos
los hombres son homosexuales".
De esa época también se incluyen “El
dormilón” (1973), “Bananas” (1971), censurada en varios países en
su momento por su contenido político -Allen interpreta al líder revolucionario
de una imaginaria república suramericana-, y “Todo lo que siempre quiso saber sobre
el sexo (y nunca se atrevió a preguntar)” (1972), estrenada con
retraso, por la censura de nuevo. Podrá conocer también sus guiones e
interpretaciones de sí mismo en películas como la muy premiada “Annie
Hall”(1977), con cuatro oscares: al mejor guion original, mejor
director, mejor película y mejor actriz principal (Diane Keaton); y “Hanna
y sus hermanas”(1986),
también galardonada con tres estatuillas de Hollywood: guion, actor secundario
(Michael Caine) y actriz secundaria (Diane Wiest).
También sus películas
más de culto, “Sombras y
niebla”(1992) e “Interiores” (1978), inspiradas en sus idolatrados
cineastas europeos Fellini y Bergman. También se destacan en el cineasta Allen
con todas sus obsesiones y en su constante viaje entre la comedia y el drama,
sus eternas dudas, risas e incertidumbres en “Delitos y faltas”(1989), con la culpa como gran
protagonista, o “Alice” (1990), donde Mia Farrow es una excusa para tratar la
personalidad femenina.
“Zelig” (1983) o “La rosa púrpura de El
Cairo” (1985) son otros de los títulos que nos acercan al multifacético y premiado
Allen.
En España lo admiran tanto, que el Ayuntamiento de la
ciudad de Oviedo le ha construido una
escultura en bronce, 15 centímetros más alta que él, realizada por el artista
asturiano Santarúa. "Es como yo, ha captado mi angustia vital", dijo,
atónito, el cineasta cuando conoció su réplica en bronce. Su otro yo, al que
todas las noches le roban las gafas, rememora los paseos del cineasta por la
ciudad "deliciosa, exótica, bella y peatonalizada" que piropeó Allen,
quien, con "su irónica sensibilidad", dijo el jurado, "ha
establecido un puente de unión entre las cinematografías americana y europea,
en beneficio de ambas".
Su vida ha estado permanentemente desenfocada. Se
empeñó en ser artista y de culto, se le metió en la cabeza escribir historias
raras y jugar con los tabúes de una manera un tanto malabar, cambiarse el
nombre y elegir uno más en concordancia con su espíritu de clown que de rabino.
Así fue como Allen Stewart Konigsberg pasó a ser Woody Allen, el icono que en
lugar de calmarnos los males nos los evidencia, si no con un ataque de
hipocondría histérico, desnudándonos las vergüenzas con retratos descarnados de
la especie, con ese sistema milimétrico de trabajo que tiene, y que alterna
magistralmente el drama y la tragedia con su don innato para la comedia.
Por ambos caminos, por el trágico y el cómico, Allen
ha conseguido su sueño, aunque éste delate un aspecto más de su estado de
traspié permanente: "Por fin soy un cineasta europeo". Sus tres
últimos títulos componen la etapa londinense. En “Match Point” y en “Cassandra's
dream” ha desarrollado la tragedia de aroma shakesperiano, mientras que en “Scoop”,
ha dado rienda suelta a su vena cómica para contar la historia de un periodista
que hace un alto en el camino en su viaje al otro mundo y regatea a la muerte
para dar una exclusiva, de la que se entera después de su entierro, a una joven
colega que debe aprovecharla. En la refrescante “Scoop”, todo un catálogo
satírico sobre los tics británicos más dignos de guasa, vuelve a aparecer Allen
como actor -interpretando a un mago- junto a la bellísima Scarlett Johansson.
La actriz, en pleno auge de su carrera, le ha cogido gusto al estilo Allen y
repite con el director después de su arrebatadora aparición en “Match Point”.
Ambos se entienden bien. "Me apetecía hacer una comedia con
Scarlett", asegura el cineasta.
Antes de comenzar su etapa londinense, Allen hizo dos
películas más con productores independientes en Estados Unidos. Una de ellas, “Melinda
y Melinda”, fue una auténtica vuelta de tuerca en su carrera. La historia de
dos mujeres idénticas, una de ellas muy feliz y otra tremendamente desgraciada,
representaba un alucinante desnudo creativo arriesgado, un experimento del que
está orgulloso y que presagiaba la obra maestra posterior, la genial “Match Point”;
otra etapa, otro camino que además le saca de donde no había salido en décadas.
"Melinda y Melinda lleva dentro lo que para mí es una batalla creativa
constante entre la comedia y la tragedia". Pero no es la única dicotomía
que todavía no ha resuelto. Otra es su identidad. Quizá por eso, su fascinación
va en aumento, porque a los 77 años sigue sin encontrar respuestas. "Le
decía que he conseguido lo que soñé, ser un cineasta europeo. Pero yo me siento
al tiempo muy norteamericano. Me gustan los Hermanos Marx, el béisbol y el
baloncesto, y también el jazz".
Esa contradicción, otro de sus aspectos desenfocados,
le convierte en una especie de marciano universal que nos observa y nos retrata
con una precisión de rayo extraterrestre, a la altura de otros genios que él
admira y que persigue, como Fellini o Ingmar Bergman -en “Scoop” hay un
homenaje a El séptimo sello nada más empezar, cuando un muerto quiere sobornar
a la dama de la guadaña-, o como Luis Buñuel, que también fue genial en su
exilio mexicano. "Les admiro porque su arte es universal. La gente es la
gente, y puedes hacer Match Point en Nueva York, en Londres y en París. Al fin
y al cabo, las personas de hoy no son tan diferentes; sobre todo en las grandes
ciudades, que tienen teatros, restaurantes, museos, donde viven a toda
velocidad, son cosmopolitas, sofisticadas, como en Barcelona. Por eso intento
que mis historias cuadren en todas partes".
Los grandes honores, los merecidos reconocimientos, no
se crean que alteran mucho la forma de vida tranquila y alejada de los
bullicios que lleva Woody Allen desde siempre en Manhattan, esa isla que él ha
retratado como un pintor expresionista y un poeta, como un escritor y un
psicoanalista con habilidades para las descripciones sutiles, convirtiendo su
ciudad en un fetiche y en una especie de meca para sus admiradores. Le cuesta
vivir sin los lugares a los que acude regularmente, sus templos favoritos:
"El Madison Square Garden, donde voy a ver el baloncesto; Central Park, el
West Village [donde Allen, de joven, se ganaba la vida como cómico en los
bares], la avenida Madison”.
Sea como sea, en Nueva York y fuera de allí, él
siempre se ha sentido borroso, como ese personaje suyo que interpretaba Robin
Williams en Desmontando a Harry, un poco fuera de lugar y como de otra época,
fantasmal. "Todo el mundo que conozco desea haber vivido en otro tiempo y
ser otra cosa de la que realmente es. Yo ahora pienso que hubiera sido un gran
novelista en otro siglo", dice el artista, sin que ese hecho tampoco
parezca que le preocupe mucho.
Su estilo no es de esta época tampoco. El cine que hace, para que se comprenda bien
la auténtica dimensión que lleva encima, hay que verlo más de una vez. “Entiendo eso, asumo que mis películas son
muy densas. Tienen mucho diálogo, los
personajes son auténticos neuróticos, las relaciones entre todos son muy
complicadas”, afirma. Es algo que ha
tenido presente y que le ha marcado desde siempre o más, desde que pasó de sus
hilarantes películas de gags y parodia, las de la primera época de “Toma el
Dinero y Corre”, “Bananas”, “El Dormilón” o “La Ultima Noche de Boris Grushenko”,
hasta la segunda etapa de su carrera, con “Annie Hall” y “Manhattan”, junto a
esas películas de sombra oscura, como “Interiores”, “Septiembre” y “Otra Mujer”,
y aquellas en las alcanza el climax de su estilo, como en “Hannah y sus
Hermanas” o “Maridos y Mujeres”, para después renegar un poco de si mismo y
buscar algo más en la mezcla de géneros, algo en lo que deslumbra y fascina con
filmes como “Balas Sobre Brodway”; la tiernisima y desarmante “Poderosa
Afrodita”, donde, donde juega con el teatro griego, o la gamberra adaptación de
su estilo al mundo del musical, en todos dicn I love you.
Se acaba de estrenar su última película en Argentina y
en solo cuatro días 150.000 espectadores vieron “Blue Jasmine”. Este film se inscribe en la línea de volver a
su venerado Ingmar Bergman.
Si en Interiores, la crisis de un matrimonio maduro
pone en cuestión los valores de las tres hijas adultas, en “Septiembre”, a lo
largo de un fin de semana en una casa de campo, el reencuentro de una madre
avasallante con una hija apocada, desnudará un secreto guardado por años. La verdad tan temida se cuela por resquicios
inesperados en “La Otra Mujer”. Alguien
escucha lo que no debe y comprueba que su delicado equilibrio se derrumba. La protagonista de “Blue Jasmine” es hora
Cate Blanchett, una mujer de fortuna perteneciente a la clase alta neoyorkina,
quien de pronto deberá enfrentar su bancarrota y el fracaso de su matrimonio.
En “Crímenes y Pecados”, Allen va más allá. Se encarga de mostrarnos que en la vida real
un asesinato puede quedar impune. Un
célebre oftalmólogo, apremiado por su amante embarazada que amenaza con
contarle todo a su esposa, contrata a un matón para que la despache. Nadie lo descubre y el profesional sigue su vida
como si tal cosa. Antes, en diálogo con
el personaje de Woody – un cineasta que pierde en todos los frentes- le ha
subrayado que en la vida de todos los días, no llega la caballería para ordenar
los tantos como en el cine.
Más de una vez, Allen ha apelado a la magia (Alice,
Sombras y Niebla) para preservar a sus criaturas o a esa magia que es el cine,
como en “La Rosa Púrpura del Cairo”. Más allá de sus travesuras habituales,
cuando Woody Allen deja por un momento ese muñeco neurótico que le sale tan
fácil y se sitúa detrás de la cámara para hablar en otro registro, lo que de
veras muestra es el paraíso perdido y un entorno que no conoce la piedad.
Jasmine vuela de Nueva York a San Francisco y esas
idas y venidas se narran también como un viaje en el tiempo. En el transcurso de ese itinerario la protagonista
cambia y nadie mejor que Cate Blanchett para denotar esas inquietantes
mutaciones. Es fácil asociar el cine de
Allen con la comedia. Pero, en realidad,
todo lo que expone en sus deliciosos divertimentos, es muy serio y va al fondo
de la condición humana. Cuando abandona
la sonrisa, claro, se nota más. Por
ahora seguimos esperando su última película “Irrational Man”. El filme nos narra la historia de un profesor
de filosofía en la universidad de una pequeña ciudad que atraviesa una crisis
existencial. Pero todo cambia cuando a
su vida una joven estudiante con la que mantiene una relación sentimental. Tenemos expectativas de disfrutar esta nueva
apuesta del este cineasta octogenario.
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